Descargar libro - Manuel Requena
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Jesús, tomó el <strong>libro</strong> del Éxodo y leyó como si no existieran, despacito, a su modo y manera<br />
especial, dándole sentido a cada frase, y mirando a la gente entre verso y verso.<br />
..........No tomarás el nombre del Señor en vano, porque el Señor no dejará sin castigo al que toma<br />
su nombre en vano.<br />
Acuérdate Israel del día del sábado para santificarlo.<br />
Seis días trabajarás y en ellos harás todas tus faenas; pero el séptimo día es día de descanso en<br />
honor del Señor, tu Dios. No harás en él trabajo alguno ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni<br />
tu sierva, ni tu ganado, ni el extranjero que habita contigo. Porque en seis días hizo el Señor los<br />
cielos y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos, y el séptimo descansó. Por ello bendijo el Señor el<br />
día del sábado y lo santificó............. (Ex 20, 7-11)<br />
Casi una hora estuvo leyendo despacio aquél <strong>libro</strong> de la Ley. Cuando acabó, levantó la vista del<br />
rollo y miró directamente a los escribas, e inmediatamente, sin decir palabra, al hombre de la<br />
mano seca. Fue para Eufrasio una mirada dulce y autoritaria a la vez. No era pidiéndole<br />
permiso, sino como excusándose por atreverse a publicar la intimidad, no solo de su mano sino<br />
de su corazón, delante de todo el pueblo. El mandato fue como el crujido de un látigo cuando<br />
va a ponerse en marcha la carreta:<br />
“¡Levántate y ponte ahí, en medio!” (Mc 3,3)<br />
Al pobre Eufrasio se le iba un color y le venía otro. En solo unos segundos pasó del miedo en<br />
blanco, a la roja vergüenza, y otra vez al amarillo del pasmo y del mareo. Pero se levantó como<br />
había hecho cuando era niño, y obediente a la misma Voz, se puso en medio, en todo el centro<br />
de la sala, cerca del escalón de la tarima donde estaba el atril de la lectura. Nunca le había<br />
parecido tan grande aquella sinagoga, ni había visto a tanta gente en ella. Cuando llegó esa<br />
mañana temprano, casi de los primeros, intuyó que ese sábado iba a pasar algo. No había nadie<br />
aún en el recinto de piedra, pero después se había llenado a rebosar, incluyendo los atrios<br />
laterales, y la explanada de la entrada donde se ensanchaba el camino. El gentío llegaba hasta la<br />
playa, y una línea serena del horizonte azul del mar, se veía por encima de las cabezas,<br />
rellenando el arco de la puerta. Así los vio el pobre Eufrasio, agolpados, que parecían venírsele<br />
encima por el hueco de la puerta abierta de par en par. Por si fuera poco, un enorme silencio<br />
aumentaba la sensación de escozor en su piel, causado por mil pares de ojos clavados en su<br />
pobre persona. No se oía ni respirar. Todos esperaban que el Maestro hablara. Querían oír lo<br />
que decía. Y el Maestro habló. Levantó su mano con la palma hacia arriba y sus dedos<br />
señalando al hombre de la mano seca que escuchó con claridad en su interior la Voz que decía,<br />
“no tengas miedo, veas lo que veas, cree en mí”. Después Jesús miró a la primera fila donde casi<br />
solo se veían mantos y capisayos, filacterias y orlas de todos los colores, y con voz que hoy<br />
diríamos trenzada de rayos X y láser, preguntó a los que se escondían detrás de aquellas<br />
montañas de ropajes y telas, de gorros y encajes:<br />
-“Después de escuchar la Palabra de Dios que he leído, ¿Qué os parece? ¿Es lícito en sábado<br />
hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla? (Mc 3,4)<br />
Nadie dijo nada. A Eufrasio le pareció que había llegado su última hora. La cara de Jesús y la de<br />
los maestros de la ley se habían endurecido de tal forma, que la muerte empezaba a palparse en<br />
el ambiente, y el humilde contable en medio de los dos bandos, de pie entre la ley y el amor. Sus