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Descargar libro - Manuel Requena

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aquello no le hizo mucho efecto, y la fiebre aumentaba. Cuando vino a la tarde su hija, se asustó<br />

al verla. Pálida, con el pelo blanco muy fino, suelto del todo sobre la almohada, con un brillo<br />

raro por la última luz mate de la tarde, que era la única hora en que entraba por su ventanuco,<br />

dándole un aura de ocaso que impresionaba seriamente. La quiso cambiar de habitación, pero<br />

ella se negó rotundamente. Si tenía que morirse, moriría, pero se había prometido cuando vino<br />

a vivir con su hija y su yerno no ser gravosa a nadie, y lo cumpliría.<br />

Así estuvo tres días, casi sola, en un silencio húmedo desde la mañana hasta la noche en que<br />

venía su hija y hablaba algo con ella. Nunca había sido ni era muy habladora con ella, y María<br />

pensó que debía estar muy mal para que su hija le hablara tanto rato sin pedir nada, y solo<br />

preguntando ¿Cómo estás? ¿Estás bien? Más de diez veces se lo preguntaba en media hora.<br />

En los tres días que estuvo con la fiebre, le dio tiempo de analizar, a su modo y manera, a todas<br />

las personas de su entorno. Su hija fue la que más tiempo ocupó su pensamiento. No era muy<br />

inteligente pero tampoco tonta, sabía perfectamente lo que quería, y hasta donde podía dar. Era<br />

más parecida a su padre que a ella. Quería a su marido, pero sus dos hijos y ella misma,<br />

entraban de lleno, -más que el propio Simón-, en sus amores inmediatos, cercanos y<br />

absorbentes, en los amores de sus pensamientos, de sus sentimientos y de su actividad. María<br />

sabía que su hija, que para ella seguía siendo una niña, necesitaba protección constante, y ella se<br />

la daba. ¿Qué sería de ella si moría? Y los ojos de la viejecita se nublaron un momento<br />

inundados de la poca agua que le quedaba en el cuerpo.<br />

No es una figura bien estudiada la silenciosa esposa de Pedro, en cuya casa se vivieron las<br />

primeras páginas de la historia de la Iglesia. Incluso después de que Pedro se fuese a la nueva<br />

aventura de vida tras el Maestro Nazareno, aquella mujer, en vez de irse con su esposo, se<br />

quedó en Cafarnaúm con su madre y sus hijos, casi en un estado de ‘separación amorosa’ de<br />

Pedro, dedicado por completo a todas las comunidades de creyentes y a la oración constante en<br />

aquella primera “iglesia doméstica” de la historia. Clemente de Alejandría dice que la esposa<br />

de Pedro tuvo de él dos hijos, y fue mártir por su sencilla fe doméstica. Si fuese así, sería sin<br />

duda la patrona de las madres humildes de familia, que tienen que soportar en silencio las<br />

‘celebridades’ de sus esposos, y la función pública de estos. Yo creo que ese es ya un martirio<br />

suficiente.<br />

Volviendo a María, la suegra de Pedro, al tercer día de su enfermedad, desde su camastro oyó<br />

una algarabía de gente que se acercaba a la casa. ¡Ya viene otra vez el Maestro! oyó gritar a<br />

alguien. Otra vez estaba aquí, pensó María, y todos con Él. El trabajo estaba asegurado.<br />

Efectivamente, al momento entró su hija casi llorando y se sentó a su lado en el borde del<br />

pequeño camastro: "¡Qué voy a hacer madre¡ vienen todos hacia aquí, y parece que Simón los<br />

ha invitado a quedarse en la casa, incluso a los dos hijos de Zebedeo, y a Felipe el de Betsaida,<br />

ese muchacho amigo de su pueblo, con tres o cuatro más... ¡Y tú enferma!... ¡Que voy a hacer yo<br />

sola!"<br />

Hay momentos en que las madres hacen mucha falta, definitivamente.<br />

-“Pídele ayuda a Salomé, ella es dispuesta”, le dijo la viejita con un susurro, porque casi no tenía<br />

ya ni fuerzas ni para hablar. “Al Maestro hay que atenderlo bien hija! Ya sabes lo que ha hecho<br />

por nosotros!”

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