Descargar libro - Manuel Requena
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habían proporcionado un embarazo, que solo descubrió dos meses después de aquellos ritos de<br />
fertilidad, comenzando el verano, cuando habían pasado las flores y empezaban a tomar forma<br />
los frutos. Como cerezas de la vida diaria, los que fueron sueños de magia, semillas de<br />
encuentro, abonadas en la licencia para amar de cualquier modo, las flores de su primavera le<br />
dejaron el fruto de una hija.<br />
Aquel “dios de la tierra”, al que llamaban simplemente El, se llevó la gloria de los cantos, de la<br />
danza, del pan, del vino y del aceite, hechos homenaje de sus adoradores, y a ella le dejó una<br />
hija. Cuando quedó sin música, sin flores, sin marido, tenía una boca nueva para alimentar. Era<br />
una de tantas madres solteras, protagonistas audaces de los ritos de la primavera, que había en<br />
la sirofenicia mediterránea. La diversión y el desenfreno venían una vez al año, pero a la niña<br />
había que darle de comer todos los días, y tuvo que seguir vinculada al hombre que decía ser<br />
su protector, obligada a servirle en sus ocios y en sus negocios. Así era en mujer, la síntesis de<br />
toda la cultura de la tierra ribereña del Mar Nuestro, donde quedaban todavía los restos de<br />
cultos anc1estrales a Baal. Parecía la diosa de la libertad cuando se arreglaba para la noche, pero<br />
en la realidad de la luz del día, era una esclava. Su cuerpo, hermoso por naturaleza, no había<br />
mermado su vitalidad y su fuerza erótica con el embarazo, ni con los cuidados maternales. El<br />
mar era su ambiente. Era Mediterránea, en toda la extensión de la palabra. Así como los<br />
hombres fenicios y griegos habían conquistado sus orillas y habían hecho comercio en cada<br />
playa, las mujeres habían simplemente conquistado a los hombres, y en cada playa les habían<br />
encadenado a su tierra de origen, convertidas en señoras de los señores del mar, y en signos<br />
vivos de la fertilidad de la tierra. Pero tenían que pagar por ello el precio de la soledad. Era<br />
difícil encontrar en aquella región un hogar estructurado, al estilo judío que ha llegado a<br />
nosotros. Para ellos y ellas no existía la impureza de los alimentos, ni de los ritos, ni de los<br />
cuerpos, como para los judíos. Sus apetencias eran su ley, y quizás por eso para un judío<br />
ortodoxo, eran como perros, y así los llamaban. Pero entre los judíos había también sus<br />
excepciones. Juan, el de la fuente de Cafarnaúm, amo de Ellenís y padre de su niña, aunque era<br />
judío no pensaba así. Era simplemente un traficante en todo lo que produjera dinero, placer y<br />
poder.<br />
El misterio del mar, que suaviza el clima del litoral mediterráneo, también a las personas las<br />
matiza en su ambiente, las enfría en sus pasiones cuando llegan a un grado de calor intenso, o<br />
las calienta cuando están enfriándose peligrosamente. Ese clima interior medio, es la fuente de<br />
la creatividad y la cultura mediterránea. Cualquier cosa puede ser un dios, y<br />
desafortunadamente también un Dios puede ser cualquier cosa.<br />
Ellenís había sufrido la enfermedad de la niña, que comenzó a manifestarse desde que tenía<br />
apenas dos añitos. Ahora tenía ya siete, y al principio de cada primavera, coincidiendo con los<br />
ritos de la fertilidad en la playa, la niña entraba en crisis. Tenía vómitos, mareos, adelgazaba<br />
extremadamente, y finalmente caía al suelo en cualquier sitio donde le daban los ataques que<br />
había heredado de su padre. Hoy diríamos que aquellas ausencias simplemente eran la<br />
manifestación sintomática de una epilepsia. Juan le había dicho que su enfermedad era un<br />
demonio que atacaba a su familia desde hacía varias generaciones, pero Ellenís siempre creyó<br />
que aquel diagnóstico era uno de los cuentos judíos sobre ángeles y demonios, sobre lo puro y<br />
lo impuro.<br />
Para ella lo distinto de su vida empezó solo unos meses atrás, cuando el padre de la niña había<br />
vuelto a la playa de Tiro para investigar sus negocios. Todo el mundo notó, lo que ella pudo