Descargar libro - Manuel Requena
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fiestas anuales de Pascua el camino era muy distinto. La gente iba engalanada desde que salía<br />
de su casa, y si podía llevaba un caballo en vez de una mula, o una mula en vez de un asno.<br />
Importaba mucho que los viera otra gente en el camino; a algunos eso les importaba más que el<br />
propio final. Esto de ahora, pensó Simón, era muy distinto. Aunque fueran muy juntos, casi<br />
nadie quería que lo viera otra gente, que mirasen a su familiar enfermo, a su sordomudo,<br />
paralítico o endemoniado. El camino se llenó de gente solo quería llegar cuanto antes a la<br />
presencia del nuevo taumaturgo nazareno, presentar el enfermo a sus pies junto con su fe y su<br />
esperanza de salud supeditada al toque de sus manos. En los cinco años de camino, nunca había<br />
visto Simón nada semejante, pero no pudo relacionarlo consigo mismo y con su enfermedad<br />
hasta que vio personalmente al Maestro. Venía por el centro del camino vestido de blanco. Unos<br />
cuantos de los suyos caminaban delante, pero la mayoría de aquella comitiva de más de dos<br />
docenas de personas, venía detrás de Él. La Gente, simplemente se ponía al borde del camino<br />
esperando su paso, su mirada , su palabra y su toque.<br />
Simón, escondido detrás de unas zarzas, atisbaba el tropel en silencio. Como no pensaba que<br />
nadie pudiera verlo, había dejado el enorme cencerro escondido en un hueco, para no delatarse<br />
con cualquier movimiento, y cuando el séquito estuvo lo bastante cerca, le vio la cara. Su<br />
memoria sana se activó al instante. Él conocía a aquel hombre, estaba seguro de haberlo visto<br />
antes, y de haberlo tenido muy cerca. Reconoció también en la comitiva el aspecto tosco y el<br />
andar trabajoso, como empujándole a la tierra, que distinguía a los pescadores del Lago de<br />
Galilea, ahora acompañantes cercanos de Jesús. Pero a Él no lo reconoció hasta que vio a Marta,<br />
la hermana de Lázaro su amigo de Betania, que iba con otras muchas mujeres en la comitiva.<br />
Aquel hombre joven, con el pelo suelto y ondulado al viento, con la barba más crecida y<br />
cerrada, pero con los mismos ademanes y maneras de auténtico Señor, era el amigo nazareno de<br />
su vecino Lázaro, el que se hospedaba a veces en casa de su vecino de Betania cuando venía<br />
desde Nazaret a las fiestas de Jerusalén. Nunca había hablado con él, porque era, como su<br />
propio vecino y amigo Lázaro, una de esas personas silenciosas y humildes, que nunca hablan<br />
casi nada, y que son el paradigma de la gente. ¡Y ahora decían que era el Mesías de Israel!<br />
Cuando pasó la comitiva por su zarza, Simón el leproso se compuso el manto, y se fue tras de<br />
ella. Desde el fondo de su enorme capucha, pudo ver y oír lo suficiente para darse cuenta de<br />
que lo que estaba ocurriendo en el camino no era ninguna broma. La Gente, simplemente la<br />
Gente, por ella misma, con todas sus carencias y virtudes, con su salud y sus enfermedades, con<br />
su sabiduría y su necedad, estaba recibiendo un signo de reconocimiento de su poder atractivo,<br />
de su fuerza de gente. Los sencillos, los pobres, los enfermos, los mansos, los pecadores, los que<br />
tenían necesidad urgente de salud y justicia, estaban recibiendo una noticia nueva, una gran<br />
noticia para ellos. El reino de Dios estaba ya cerca y era suyo. Ellos eran los primeros usuarios.<br />
Simón que llevaba cinco años sufriendo en soledad, entendió al momento aquel mensaje.<br />
Cuando empezó a andar detrás de Jesús, supo que ya no tenía que esconder más su<br />
enfermedad, ni siquiera gritar, porque en aquel camino, con aquella gente, era como si hubiera<br />
llegado por fin a su casa, y estuviera en medio de los suyos.<br />
Pensando estas cosas, llegaron al pueblo de Cafarnaúm. Simón, por su inercia vergonzosa de<br />
enfermo, no se atrevió a entrar, pero desde el camino vio como Jesús entraba en una casa de la<br />
playa y como toda la gente se quedaba agolpada a la puerta. Debió de pasar algo importante<br />
dentro, por los gestos y las voces de la gente. Al atardecer, con el marco de una puesta de sol<br />
sobre el lago Kinneret de fondo, le trajeron todos los enfermos y endemoniados que tenía la<br />
gente del camino. Se curaron muchos, y expulsó de sus cuerpos demonios. Simón lo vio en<br />
silencio, y calló. Acostumbrado a esperar y esconderse, esperó escondido, y en cuanto llegó la<br />
noche, se fue otra vez hacia la conocida soledad. Se alejó de la gente del pueblo, y subiendo por<br />
la orilla del río, se tumbó en la frescura de los juncos. Pero aquella noche no pudo dormir.