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Descargar libro - Manuel Requena

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Dos días después, se volvieron Efraín y Berniké hacia su tierra Galilea con su hijo. Al salir de<br />

Jerusalén, tomaron la llamada puerta de Benjamín, que abría el camino hacia Samaría y Cesaréa,<br />

junto a la Torre Antonia y al pretorio del gobernador romano. Cerca de la puerta, vieron de<br />

nuevo al Maestro. Esta vez rodeado de gente que gritaba, pero no alabanzas, sino: ¡Crucificadlo,<br />

crucificadlo! decían. Berniké quedó paralizada cuando lo vio. Ella no le temía a la sangre, que<br />

tanto tiempo había sido compañera suya y adorno de su cuerpo, pero aquello parecía<br />

demasiado. Era una hemorragia total, de todo el cuerpo hecho una pura llaga. Desde la cabeza a<br />

los pies se le escapaba sangre. Iba con una cruz a cuestas por las estrechas calles hacía la puerta<br />

de Efraín que daba directamente al Gólgota, donde ajusticiaban a los condenados a muerte. Los<br />

soldados romanos no dejaban que nadie se acercase a Él. Ella sintió otra vez aquel impulso<br />

incontenible que la había arrojado a sus pies allá en la playa de Cafarnaúm hacía ahora tres<br />

años, y prendida en aquel arrebato de entrega, le dejó su hijo a una mujer, que también lo<br />

seguía con una cara traspasada de dolor y que Berniké conoció en Galilea como María, la madre<br />

de Jesús. Cogiendo el manto nuevo de su pequeño hijo, el manto de lino que le habían<br />

comprado para presentarlo al templo, y arremetió contra la soldadesca y la gente que gritaba<br />

casi encima de la cara del Maestro, insultándolo y menospreciándolo. Aquel soplo que un día<br />

en Galilea, le abrió camino hasta el Maestro cuando curó su flujo de sangre, le abrió de nuevo<br />

camino entre la gente hasta Él. Ella ya no miraba a nadie. Solo veía su cara ensangrentada como<br />

objetivo de su camino y de su esfuerzo, y no había fuerza humana capaz de detenerla. Llegó<br />

hasta Él, se arrodilló, y levantó sus manos hasta su rostro con el paño de lino blanco extendido.<br />

Berniké sintió de nuevo aquel fuego de horno cuando Él bajó su frente y dejó caer su cabeza<br />

entre sus manos. Aquella voz potente que la había llamado ‘hija’ hacía tres años, ahora en<br />

apenas un susurro pronunció de nuevo su nombre ¡Berniké! No pudo decir, ni aún después de<br />

muchos años, hasta el final de su vida, cuanto tiempo duró aquello. Con aquel soplo eterno, mil<br />

años parecen un segundo, y un segundo puede contener más esencia de historia que mil años.<br />

Los soldados que habían oído su nombre pronunciado por el Maestro, no lo entendieron bien y<br />

le gritaron ¡Tú, Verónica, márchate de aquí! Alguien que le pareció Salomé, la mujer de Zebedeo el<br />

pescador del lago, la cogió y la retiró de allí. Ella ardiendo del calor de aquella Vida, que estaba<br />

en lucha y en victoria final contra la muerte, se quedo arrinconada sobre un quicio, con su hijo<br />

de nuevo entre los brazos, arropándolo con el paño ensangrentado. Se apretó contra él, y se hizo<br />

un mar de lágrimas. El Maestro había seguido su camino, y detrás de Él habían seguido también<br />

su madre, y otras muchas mujeres que ella conocía en Galilea. Berniké no pudo seguir, ni la dejó<br />

Efraín que había vuelto de nuevo a su lado. Cuando al cabo de un rato, abrió el paño para<br />

acariciar a su hijo, el Maestro la seguía mirando desde el paño. Pensó que era su mente que<br />

estaba alucinando, pero no. Sus ojos y su cara entera estaban grabados en el paño, y la miraban<br />

con la fuerza redentora de su sangre.<br />

Efraín la levantó con su hijo, y despacito, sin decir palabra en dos días de camino, volvieron a<br />

su casa del lago, arriba, en Galilea, impresionados de la sangre, más que el propio paño.<br />

9. JAIRO, UN PADRE Y HOMBRE BUENO, SU HIJA Y SU EPOSA.<br />

Lo que sabemos seguro de su historia, siguiendo el relato de S. Marcos, es esto:<br />

Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, se reunió con él mucha gente, y se quedó junto al<br />

lago.Llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y, al ver a Jesús, se echó a sus pies<br />

rogándole con insistencia: "Mi hijita se está muriendo; ven a poner tus manos sobre ella para que<br />

se cure y viva".Todavía estaba hablando, cuando llegaron algunos de casa del jefe de la sinagoga

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