Descargar libro - Manuel Requena
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lo estaba llevando a la puerta de ese camino de recuerdos, que el ciego conocía mucho mejor<br />
que los que tienen ojos sanos.<br />
Según contaba luego, fue más impactante para él aquella apertura de los ojos del alma a la luz<br />
que comprendía el milagro, que la misma luz física del sol que iba a volver a ver un momento<br />
después. Aquella luz de dentro se concentró de pronto en una voz muy cálida que le llegó al<br />
oído, y le dijo:<br />
-- "¿Qué quieres que te haga, Bartimeo?".<br />
El ciego, especialista en voces, reconoció la voz madura ya, que había escuchado en flor hacía<br />
veinte años, de un niño perdido en el camino, y que a sí mismo se llamó ‘camino’. Igual<br />
seguridad, el mismo ritmo, y aquella impostación en el velo del paladar con resonancias dulces<br />
en las fosas nasales, tan difícil de encontrar en los pueblos del lago, que con voz aguardentosa,<br />
hablaban en la garganta y no con la garganta. Bartimeo no lo dudó un momento, y echando<br />
mano de toda su técnica en pedir, imitando como pudo la misma cadencia serena de la voz que<br />
le estaba preguntando, respondió:<br />
-"Maestro, ¡que vuelva a ver!".<br />
Como la estratagema cumbre de su argucia que casi nunca fallaba, se dejó caer además de<br />
rodillas al suelo, levantó las manos, y al encontrar el manto de Jesús, se tapó con el la cara.<br />
Solo Bartimeo sabe lo que pasó cuando sintió aquel bálsamo de luz que restauró sus ojos, y<br />
que no solo fue tacto, sino olor de sus vestidos y de su cuerpo, y sabor como de sus propias<br />
lágrimas saladas que le inundaron también el paladar. Fue como si una fuente de agua le<br />
brotara en los ojos, y le chorreara por la cara hacia fuera, y por la garganta hacia dentro.<br />
Aunque su curación la contó miles de veces hasta el final de su vida, nunca pudo precisar<br />
cuanto tiempo duró su experiencia con el manto de Jesús sobre la cara, y la mano del<br />
carpintero taumaturgo sobre su cabeza. Los que estaban allí pensaron que solo fueron unos<br />
segundos, pero Bartimeo decía estar seguro de haberse metido en una eternidad. Los que<br />
estaban en el camino, vieron la cara sonriente de Jesús que, con sus ojos entornados, puso fin<br />
a la escena. Levantó al ciego, y le dijo:<br />
-"Anda, levántate, tu fe te ha curado".<br />
Bartimeo soltó el manto de Jesús, y puesto en pie no se atrevía siquiera a abrir los ojos. Los<br />
sentía bañados de agua, y que algo duro como unas escamas habían caído de ellos, pero ya no le<br />
escocían ni los sentía hinchados como de costumbre. Muy despacito los fue abriendo, pero<br />
enseguida los volvió a cerrar con fuerza, porque lo que él recordaba como un rayo de sol le<br />
inundó las pupilas. Los que estaban muy cerca de la escena, vieron que arrugaba la cara<br />
apretando los ojos y la boca, pero no imaginaron la razón verdadera, porque el sol de aquella<br />
mañana de Jericó en primavera, estaba naciendo a la espalda de Bartimeo, y dándole de lleno en<br />
el rostro a Jesús, que estaba frente a él. Lo que realmente obligó a Bartimeo a cerrar sus ojos,<br />
-contaba mucho tiempo después- fue la mirada de Jesús, que reflejaba ciertamente el sol<br />
naciente, pero que en sí misma, cargada de su amor, era más impactante que el mismo sol de<br />
abril.<br />
Jesús no dijo nada más. Recogió su manto y reemprendió el camino. El hijo de Timeo quedó con<br />
lo ojos abiertos, viendo pasar la gente por su lado más de una hora, y así en silencio estuvo,<br />
hasta que le pasó la sorpresa, se hizo el fuerte, y viendo y viéndose, seguía a Jesús por el<br />
camino. Ni siquiera volvió a por su manto, que seguramente se lo apropió el otro mendigo que<br />
lo acompañaba para aprender de él.<br />
Hasta que Dios le pidió a él las cuentas de su vida, su magnífica técnica de pedir, fue<br />
aprovechada por la iglesia naciente. Cuando Jesús resucitó de entre los muertos, Bartimeo, otra<br />
vez llamado Joset, enseñaba a los nuevos creyentes a dirigirse al propio Maestro redivivo y