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Descargar libro - Manuel Requena

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templo. En un primer momento María retiró y bajó sus ojos, pero algo había en aquella mirada<br />

que no era como las demás miradas de los hombres. Tenía pasión, piedad, cariño y<br />

comprensión de toda su persona, unidas a su luz. Sin saber por qué, lo relacionó<br />

inmediatamente con aquella presencia interior que la había acompañado en su oración por el<br />

camino hasta el Templo. Sin saber ella cómo, lo relacionó inmediatamente con Yahvé, con la<br />

muerte de su marido, con su pobreza, con la vida de sus hijos, con la poca esperanza de vivir<br />

que le quedaba cuando salió de su casa hacia el templo, y con el crecimiento que su seguridad<br />

había experimentado de que con la ayuda de Dios iban a salir pronto de aquella situación.<br />

* * *<br />

Él iba de blanco y ella de negro. Pero supo sin saber cómo, que Job tenía razón cuando exclamó:<br />

"Sé que mi defensor vive...."Aquella seguridad interior le hizo ser valiente y desprendida hasta el<br />

último recurso de su bolsa. Solo le quedaban dos monedas, y no se lo pensó. Se las ofreció a<br />

Yahvé que cuida del pobre y de la viuda. Total tampoco podía comprar mucho con ellas, y lo<br />

mismo daba morir con ellas que sin ellas. Cuando pasó por el arca las echó, y entonces comenzó<br />

la sorpresa. Después de mirarla de nuevo, aquél hombre de vestido blanco y mirada de luz se<br />

levantó, y no se acercó a ella, sino a José, el escriba, el que había sido jefe de su esposo, y dueño<br />

de la casa donde Juan dejó su vida. María lo había visto en la fila un poco delante de ella, y<br />

cómo todos le habían dejado sitio para que abriera su enorme bolsa, haciéndola sonar, y<br />

dejando caer casi uno por uno más de cien denarios. ¡Lo que no había ganado su esposo en<br />

medio año! Y lo echaba de una sola vez en el arca, delante de todo el mundo. El Maestro de<br />

blanco lo miró casi con ira, y cuando ella había echado las dos moneditas, la señaló con el dedo,<br />

diciendo a voz en grito:<br />

--"Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los ricos que echáis en el arca<br />

del tesoro, pues vosotros habéis echado de lo que os sobra, pero ella en cambio, ha echado de lo<br />

que necesitaba, todo lo que poseía, todo cuanto le quedaba para vivir" (Mc 12, 43-44)<br />

José no dijo nada. Él sabía quien era aquella viuda, lo que aún le debía, y el dinero que le había<br />

sisado al hacer las cuentas finales de salarios, con la excusa de pagar sus deudas pendientes por<br />

alimentos retirados en sus tiendas, y por las oraciones que debían hacerse en el templo por su<br />

esposo. Miró a Jesús y se dio cuenta enseguida de que aquel Maestro seguía contestando a su<br />

pregunta sobre el mandamiento principal de la Ley, seguía hablando del amor a Dios y al<br />

prójimo, y de cómo había que hacerlo bajar de la teoría a la realidad de las personas cercanas, al<br />

prójimo de cada día. Cuado salió de allí, aún abochornado de sí mismo, José aprendió que una<br />

cosa es predicar y otra dar trigo, que una cosa es la formulación teórica correcta de lo bueno que<br />

es el amor a Dios y al prójimo, y otra la realización de ese amor en obras. Se dio cuenta que sus<br />

obras de caridad, sus limosnas al templo, sus gastos cuantiosos en ornamentación propia y<br />

ajena para que las ceremonias del templo fueran esplendorosas, no tenían personas receptoras,<br />

sino que el protagonista era su propio orgullo, su presunción, su engreimiento, su arrogancia…<br />

El corazón de José era noble, y en vez de levantarse contra el crítico Maestro que no tenía<br />

escuela ni título conocido, aceptó en su interior que Él tenía razón. En vez de planear una<br />

venganza por su ridículo, y unirse a los que buscaban su muerte, José de Arimatea se fue a<br />

buscar personalmente a la viuda. En cuanto la comitiva de Jesús salió del templo y tomó el<br />

camino de Betania, José pasó por varias de sus tiendas, alistó un carro, lo llenó hasta casi<br />

derramarse, y ordenó a sus sirvientes que le siguieran. No se cuidó mucho de que lo vieran sus<br />

colegas y pudieran decir de él que estaba loco, ni los volvió a tener en cuenta nunca más para<br />

sus actos. En tan solo unas horas había aprendido más que en toda su vida, e intentaba obrar<br />

delante de Dios y no de los hombres. Aprendió a gustar del rostro sonriente de Dios sin temer el<br />

agrio y criticante de los hombres. Con su pequeña comitiva, sin tocar campanilla y sin cuidarse<br />

por fin de si alguien lo veía o no, llegó a la casa humilde de María, que acurrucada con sus cinco

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