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Descargar libro - Manuel Requena

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por la salud de su hija, engarzada ahora a la palabra viva de aquel hombre. Y lo hizo. Se<br />

enfrentó al peor enemigo que tenía que era su propio orgullo de Rabino, de ser alguien ilustre<br />

en Israel, vinculado a la ‘pomada’ eterna de Jerusalén, donde se decidía la vida y la muerte de<br />

los que entraban, querían entrar o ya habían entrado, al mundo religioso del misterio, al mundo<br />

de la ‘ley de Yahvé’. Cuando en su verdad personal sintió que todo aquello se venía abajo,<br />

también él se sintió morir, pero tuvo la suerte de la vida, la suerte del espermatozoide que<br />

encuentra el óvulo en su carrera, y es capaz de penetrar, o del grano minúsculo de polen que<br />

encuentra el gineceo, lo hace germinar y se hace fruto.<br />

Y allí iba Jairo, cogido del brazo de aquel hombre, que requería todo su esfuerzo personal de<br />

entrega, y que cuando vio su duda y su tormento, con toda la fuerza de su doctrina nueva le<br />

dijo. “No tengas miedo, solo ten fe en Dios y en mí. Con la misma entrega que tenías cuando te<br />

visto orar en tu terraza!!! ¿Cómo sabría aquel hombre que él tenía miedo? Ni siquiera el<br />

mismo Jairo sabía lo que tenía, pero cuando el Maestro se lo dijo, sintió que era verdad, tenía<br />

miedo, y en la terraza, su oración había sido de terror, pero en la fe que siempre espera el<br />

milagro. La palabra segura del Maestro, otra vez le devolvió su intuición y le dio la ubicación y<br />

el sentido de marcha de su vida en ese pequeño espacio lúcido del alma donde se fragua la<br />

conducta del hombre. Jairo sentía ahora un miedo tremendo. Sabía que así como iba, agarrado<br />

al hombre de la Palabra curativa no perdería a su hija, pero casi seguro perdería la Ley y la<br />

forma de cumplir su contenido que había tenido hasta entonces. Y no quería perder ninguna de<br />

las dos. En aquella fluctuación se decidió por el amor, y se agarró con más fuerza aún al brazo<br />

de Jesús.<br />

Conforme iban subiendo por la suave pendiente hasta su casa, los gritos y las voces, los llantos<br />

y lamentos, se iban haciendo cada vez más claros. Cuando llegaron a la puerta grande del<br />

jardín, por la que podía entrar hasta un carro de bueyes con su carga de paja, la algarabía se<br />

hizo insoportable. Lo que allí habían montado alrededor del dolor y la muerte, -dicho en<br />

castellano del pueblo- era un ‘follón” enorme. El término griego que usa Marcos- zórubon- no<br />

era algo que solo se oía, sino que se veía, se olía y entraba por todos los sentidos –zeorei<br />

zórubon-- Instrumentos de cuerda en un desafinado tristísimo, olores de perfumes finos y<br />

ordinarios mezclados con otros de ceras y de almizcles, de mirras y de aromas funerarios,<br />

convertidos en un pachulí horrible que se podía cortar, avisaban a los que llegaban, antes de<br />

entrar siquiera en el rellano del porche de la casa, de lo que iban a encontrar dentro.<br />

Aquellos bultos negros que se movían errantes por el jardín, eran mujeres plañideras, por el<br />

tenor de sus gritos y voces, en la escenificación perfecta, después de muchos años de ensayo, del<br />

aspecto más triste y repugnante de la muerte. Así se moría allí y entonces. Cuando aquella<br />

cuadrilla sin orden ni concierto, que lloraba tal vez por la pena, pero a la vez reía por su propio<br />

ridículo, supo que el padre de la niña se acercaba, y con él todo el pueblo, acompañado de los<br />

forasteros que estaban en la playa esperando al Nazareno, la folla aumentó hasta hacerse<br />

insoportable. Corrían cada uno a ningún lado con movimientos y pasos inconexos,<br />

desacompasados como los sonidos desacordes de los laúdes y de las arpas fúnebres. Revueltos<br />

unos con otros, los profesionales del duelo, con los vecinos y familiares, hablaban y gritaban sin<br />

sentido, como una jauría hambrienta a la que hubieran echado a rebatiña una pata de cerdo.<br />

Seguramente querían demostrar que eran las mejores plañideras y los mejores músicos de<br />

entierro de todos los tiempos, y casi lo consiguen.<br />

Al llegar a la casa del jefe de la sinagoga, Jesús vio el enorme alboroto, unos llorando y otros que<br />

daban grandes alaridos. Entró y dijo:

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