Descargar libro - Manuel Requena
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árboles como si fuesen suyos, e incluso compraba la madera algunas veces antes de cortar el<br />
árbol. ¡Y era vedad! La madera de su árbol elegido salía perfecta, sin nudos. Nunca quiso<br />
enseñarle a Cleofás, y eso que era su tío, cómo se hacía aquello. Decía que el conocer las cosas<br />
vivas por dentro era un regalo natural de Dios, su Padre. ¡Seguramente sería así! pensaba<br />
Cleofás, pero no entendía nada, porque Jesús era un muchacho extraño.<br />
Además de las penas normales del trabajo de vivir que compartían con sus contemporáneos, la<br />
única pena de Cleofás y de su esposa María, era que su hijo menor, al que también llamaron<br />
Cleofás, hubiera nacido ciego de nacimiento. Fue un esfuerzo grande criarlo y cuidarlo en<br />
aquella finca maderera, pero se admiraban de cómo la naturaleza agudiza unos sentidos cuando<br />
merma otros. El muchacho estaba dotado de una inteligencia natural extraordinaria, que<br />
alimentaba con los datos de su oído, de su tacto, de su olfato, y un sentido común prodigioso,<br />
que le permitía conocer los caminos del bosque, aún siendo ciego, por el tacto de los árboles que<br />
había en las orillas, por la dureza o blandura del suelo, por las hojas y hierbas que pisaba, o por<br />
el eco del agua del río cuyo sonido llegaba hasta el bosque desde lejos. Siempre andaba como<br />
acariciando los árboles, a los que conocía por su tamaño de tronco, por su olor, por el frescor de<br />
su sombra sobre el camino, y por esos detalles únicos que cada árbol tiene. Una rama cortada,<br />
un hueco a cierta altura, un nudo, o un pequeño brote, hacían para el muchacho cada árbol<br />
único en su especie, y una guía segura del camino. Cuando llegó a cumplir los quince años, sus<br />
padres y hermanos lo dejaban andar por todo el bosque, solo, con una vara larga de almendro a<br />
modo de bastón, con la que comprobaba el sitio donde iba a poner el pie. Conocía el bosque<br />
entero como su propia casa. El pequeño Cleofás creció y se hizo hombre entre los árboles, y en<br />
el taller de instrumentos musicales de su padre, de modo que sus propios hermanos le pedían<br />
consejo cuando iban a talar un árbol, para que con su tacto y su olfato les dijera si aquella<br />
madera estaba ya madura y en su punto de corte, o había que esperar un año más para talarlo.<br />
El bosque, con todos sus árboles y fauna, junto al universo de la música, eran el mundo de<br />
Cleofás. Desde que lo trajeron, siendo un niño aún, desde Emaús, apenas había salido nunca de<br />
allí, a no ser algunos días señalados que lo llevaban al pueblecito cercano de Betsaida, donde<br />
sus hermanos Jacob y Joset tenían casa propia. Conocía los vientos, y el canto de los pájaros, y<br />
sabía expresarlo en los arpegios de las cuatro cuerdas de las kítaras griegas que construía su<br />
padre. Era Cleofás un magnífico músico de cuerda, de pulso y púa, y uno de sus mayores<br />
sufrimientos por la limitación de su ceguera, consistía en no poder construir él mismo sus<br />
propios instrumentos.<br />
Pero sobre todo eso, el pequeño Cleofás conocía a Dios. Su padre, su madre y sus hermanos<br />
eran gente piadosa, muy piadosa, y le habían enseñado a orar. La soledad acompañada y viva<br />
de su bosque fue su templo más frecuente. Pocos la habían compartido con él, pero los que lo<br />
habían hecho, los que habían orado con Cleofás en el bosque, y lo habían oído cantar sus cantos<br />
de alabanza, sabían por experiencia que Dios estaba cerca de los hombres. Quizás con el único<br />
que había compartido en plenitud esa verdad, porque tenía una intuición también muy especial<br />
sobre todos los sonidos y olores del bosque, muy parecida a la suya, era con su primo Jesús, el<br />
carpintero de Nazaret. Cuando venía en otoño a comprar la madera que habían cortado y<br />
abierto sus hermanos en enero del año anterior, siempre se quedaba unos días con el joven<br />
Cleofás en el bosque, e incluso dormían en las cuevas del secado de madera. ¡Cuantas cosas<br />
habían hablado en aquellas noches! Jesús le había enseñado que los hombres del mundo que<br />
había fuera del bosque, eran como los árboles, que por dentro, unos llevaban sabia y daban<br />
buen fruto, pero otros estaban llenos de gorgojo. Unos tenían la madera sana, y otros no servían<br />
ni para leña. Como los árboles de las maderas finas, los hombres buenos siempre crecían hacia