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Descargar libro - Manuel Requena

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de Dios que proclamaba? ¿Sería esa presencia interior que le había provocado su voz y su<br />

mirada, la comunión de vida que pedía el Maestro para los suyos? Jesús no pronunció palabra<br />

que llegase al oído, pero Eufrasio estaba seguro que le habló de nuevo, como cuando era niño,<br />

dentro del corazón, “conozco tu problema, tu decisión y tus deseos hijo, pero esta no es aún tu hora.<br />

Espera un poco más hasta que yo te llame’. Y desde ese momento el fiel contable vivió esperando a<br />

que la voz interior que escuchaba en el mismo centro de su alma, donde nace la intuición que<br />

luego pasa a ser la vida, se hiciese realidad sonora también en sus oídos. Desde entonces, todos<br />

los sábados que el Maestro iba a la sinagoga, el pálido contable madrugaba y se ponía en la<br />

primera fila. Sin decir nada, pero con el atrevimiento colocar su mano atrofiada, la que tanto le<br />

había hecho sufrir, no debajo, sino encima de su manto, sin importarle que todos la vieran. Era<br />

como si estuviese pidiendo a voces: ¡"termina ya la obra que empezaste"! Esa fue su única<br />

oración durante meses, atreviéndose a ventear sus defectos, y aquella limitación que tanto lo<br />

humillaba, para ponerla delante del Maestro y de la gente que venía a escucharlo en la nueva<br />

sinagoga de Cafarnaúm. Después que reconoció en el carpintero taumaturgo la Voz de su<br />

propia conciencia donde hababa su Dios, Eufrasio ya nunca pidió nada, ni dijo nada. Solo<br />

mostraba su mano y esperaba. Aunque sabía esperar, se hizo experto.<br />

***<br />

Aquel sábado el ambiente estaba caldeado. No sabía el contable por qué habría venido tanta<br />

gente de Cafarnaúm y de fuera, pero había multitudes. Seguramente, pensó el tullido, sería por<br />

la presencia manifiesta en el pueblo de algunos escribas, fariseos y herodianos de Jerusalén que<br />

nunca se habían visto por allí, luciendo como pavos reales sus mantos y sus colgantes, para que<br />

todos entendieran su gran conocimiento de la Ley, y admirasen su interpretación irreprochable<br />

de las santas escrituras, quedando así pasmados ante aquella especie de ‘santidad ontológica’<br />

que siempre parecían lucir, y especialmente en Sábado, cuando lucían todos sus ropajes. Era<br />

agobiante verlos como si no pudieran ni quisieran respirar del aire que respiraban los otros, los<br />

pecadores. Aquel hombre de la mano seca, aunque sirviera para el tratamiento de sus cuentas,<br />

era un pecador. Todos aquellos ignorantes, lisiados sin duda por sus pecados, solo podían<br />

contaminarlos.<br />

El pobre Eufrasio, lo único que podía lucir, distinto a todo lo santo de Israel, era su mano seca<br />

por la poliomielitis que le atacó desde niño, y que secó también con ella la mayoría de sus<br />

sueños de hombre. Era la única insignia visible de su ‘santidad’ o separación personal. Era su<br />

misma cruz.<br />

Al entrar Jesús en la sinagoga aquel crispado sábado, mientras pasaba, se encontraron de nuevo<br />

sus ojos. Algo le había pasado al Maestro desde la última vez que se miraron, porque ahora no<br />

estaba tranquilo y reposado como otras veces. Su voz acerada, cuando leyó lo hizo dos tonos<br />

más alto que otras veces, su mirada como un arco dispuesto a disparar sus flechas de fuego, los<br />

gestos de sus manos con sus dedos tensos y apuntando a los sentados en primera fila,<br />

semejaban el ambiente de un ejército antes de la batalla.<br />

Los escribas, fariseos y herodianos que habían venido de fuera, y se habían sentado en las<br />

primeras filas de la sinagoga, estaban también al acecho y crispados. Se les veía en sus caras, y<br />

en la postura de sus cuerpos un poco inclinados hacia delante, con los ojos entreabiertos, las<br />

orejas estiradas y las comisuras de sus labios formando un arco circunflejo hacia adentro como<br />

perros de rastreo. Cualquiera se daba cuenta de que intentaban cazar al Nazareno en algún<br />

desliz y desautorizarlo ante el pueblo.

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