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Descargar libro - Manuel Requena

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Inmediatamente la niña se levantó y echó a andar, pues r tenía doce años.<br />

Y se asombraron con un enorme asombro. Se quedaron perplejos, como en éxtasis.Jesús les<br />

recomendó vivamente que nadie se enterara.<br />

Luego mandó a la madre que diesen de comer a la niña.<br />

(Mc 5, 41-43)(++++++++<br />

Dice textualmente S. Lucas, -que investigó la historia antes de escribir su evangelio, hablando<br />

largamente con Berniké, vecina y tía de la muchacha-, que cuando Jesús cogió a la niña de la<br />

mano, “retornó el espíritu a ella, y al punto se levantó” (Lc 8,55) Quizás el signo que vieron los<br />

presentes en los alrededores de la casa, y también la propia Berniké, abrazada a Efraín en el<br />

Jordán, fue una garceta blanca que voló como un rayo desde el río a la casa, y desapareció por el<br />

terrado. Todos los que la vieron, pensaron que aquel pájaro se había estrellado, pero nunca la<br />

encontraron, ni muerta ni viva.<br />

Desde que Jesús se inclinó sobre la niña y la tomó de la mano, la protagonista del grupo, fue la<br />

madre. Se puso junto a Él, y recibió viva a la niña cuando empezó a andar de nuevo. Jairo y los<br />

tres discípulos de Jesús, estaban paralizados del asombro. María echó a andar detrás de su hija,<br />

y en la puerta de la habitación grande se volvió a mirar a Jesús que le había dicho algo a Jairo su<br />

esposo, revestido aún con lo que le quedaba encima del que había sido espléndido ropaje de<br />

arquisinagogo, y arrodillado a los pies de Jesús decía algo así como ¡“Señor mío y Dios mío!”<br />

Jesús les estaba diciendo a todos los presentes que no contasen a nadie aquello que había<br />

sucedido y habían visto, que nadie se enterase. Pero la niña había seguido andando por su<br />

cuenta y estaba ya en la terraza grande de la casa, asomada al jardín sobre la baranda de piedra.<br />

Un enorme grito de asombro, y un ruido continuo como el de un río cuando va de crecida, salio<br />

de la gente que esperaba alrededor del jardín y que volvía a entrar como un río en crecida,<br />

cuando vieron a la niña viva. Vestida con su túnica blanca, pálida aún, coronada de rosas y<br />

moviendo sus manos al viento en señal de saludo a la gente y al cielo, la niña estaba viva en la<br />

terraza. El deseo de Jesús de guardar en secreto los hechos no pudo cumplirse ni un minuto.<br />

Tampoco su mandato de que la gente se quedase fuera del jardín. La vida estaba al fin siendo<br />

más fuerte que la muerte, y envió sus señales al pueblo que esperaba en la calle. Nadie pudo<br />

evitar que se supiera, porque todos los que habían visto a la niña muerta, la estaban viendo<br />

ahora viva. El Maestro tuvo que arrostrar, contra su deseo de pasar aún desapercibido, el<br />

inconveniente de la publicidad de su persona. Se había hecho un hombre público, propiedad de<br />

su pueblo, de “la gente” que tenía frente a Él. Su Padre así lo había querido, y había otorgado a<br />

la humildad de un pueblo, el poder que tiene de conocer o desconocer a sus héroes, a sus<br />

personas públicas. El poder de vivir con él en el centro de su admiración, de aclamarlo y<br />

bendecirlo, o bien de olvidarlo, maldecirlo, e incluso de matarlo, como haría muy pronto con el<br />

carpintero taumaturgo aquella misma gente. Era el riesgo inherente a la gloria entre los<br />

hombres, que produce respeto incluso en Dios. El pueblo de Israel, o cualquier pueblo, tiene<br />

poder para aceptar o rechazar a alguien, con criterios que a veces pueden parecer de risa o de<br />

pena, en sí contradictorios, pero los tiene, y ahí están. Cuanto más acepta los mandatos de un<br />

líder, más esclavo se hace, cuanto más los rechaza y los condena, más libre se siente. Aún somos<br />

así. Nos gustan y creamos unos cuantos famosos para poder crucificarlos, juzgarlos, rechazarlos<br />

o acercarlos, y sentirnos de ese poderosos y libres. Cualquier famoso inteligente debe sentir el<br />

miedo que sintió Jesús, y por el que ordenó que aquellas cosas suyas no se supieran todavía.<br />

Sabía que el poder de su pueblo, acabaría siendo su propia condena y su muerte en la cruz, y<br />

aunque tenía que llegar hasta allí, aún era pronto. Tres años después llegó el momento y lo<br />

aceptó también, pero sudando sangre.

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