Descargar libro - Manuel Requena
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conseguir lo que quería, exageró las posturas judías, se arrodilló a sus pies, llorando, rasgando<br />
sus vestidos, dando voces, echándose arena en la cabeza y gesticulando... la técnica de molestar<br />
judía, empezaban a tener efecto. Ella se dio cuenta de que al menos los de la comitiva, los<br />
discípulos, ya empezaban a ponerse nerviosos. Quizás por el ruego de sus acompañantes, por el<br />
escándalo que ella estaba formando, por su gesto de tirarse a sus pies, por simple compasión<br />
ante la gente que se estaba acercando, o porque había llegado su hora de ser escuchada, Jesús se<br />
detuvo y la miró. Tenía razón Juan su amante y dueño, aquel hombre era impresionante, y ella<br />
quedó impresionada. En esa alteración que la dejó sin habla, volvió a suplicar directamente en<br />
un susurro, muy bajito y solo para Él, con la cabeza apoyada en la sandalia de aquel hombre,<br />
pero sabiendo que la escuchaba como si estuviese hablándole al oído: “!Señor ayúdame! Salva a<br />
mi hija”.<br />
Eran como las diez de la mañana, y la niña había quedado sola en la pequeña casa. En la gente<br />
se había hecho un silencio expectante, enmarcado en el murmullo de las pequeñas olas, que<br />
arrastraban al volver al mar la arena gruesa de la orilla haciendo un canto. Sobre ese murmullo<br />
de piedra y mar, se oyó la voz. A ella le sonó como una ola grande, de las que rompen como<br />
dando un crujido. Antes de que entendiera nada, la intuición femenina y mediterránea de<br />
Ellenís, sabía que había entrado en sintonía con Él. Levantó la cara y volvió a ver aquellos ojos<br />
más profundos que el mar, clavados en ella. Cuando le habló no lo hizo de lado, como hacen los<br />
hombres cuando quieren salir huyendo y acabar cuanto antes una situación embarazosa, sino<br />
de frente, mirándola, y en un tono de voz que ella entendió mejor que las propias palabras,<br />
porque en verdad lo que le dijo no tenía nada que ver con lo que ella había pedido y estaba<br />
esperando. Pero le había hablado.<br />
Ellenís sabía tratar a los hombres, y conseguir de ellos lo que necesitaba, muy especialmente<br />
cuando su intuición femenina le decía que habían entrado en sintonía con ella, por eso insistió<br />
en lo que quería. Quizás no lo había dicho claro, o fuerte.<br />
¡Señor! A mi hija la atormenta un demonio ¡Ayúdame!<br />
El le tendió la mano para incorporarla, mientras decía con el mismo tono grave del susurro de<br />
las olas:<br />
-"Deja que se harten antes los hijos, que no está bien tomar el pan de los hijos para echárselo a los<br />
perros".<br />
Eso fue lo que le dijo Jesús. ¿De qué le estaba hablando aquel hombre? ¿A qué venía aquello del<br />
“pan de lo hijos”? Ella no la había pedido pan, ni quería quitarle nada de sus hijos. Tan solo<br />
había pedido la salud de su pequeña hija! ¿Que pan era aquél? Aún no era la hora de comer, y<br />
aquél hombre le hablaba de pan!<br />
Ellenís no se levantó de la arena. Comprendió de pronto que estaba a punto de ganar la<br />
partida, pero aquel hombre quería seguir jugando ante toda la gente que se había agolpado<br />
junto a ellos. Y ella jugó también. Sin apenas saber lo que decía, pero con una confianza total<br />
en aquel hombre, nacida en su mirada y en su gesto de querer levantarla, alzó las manos<br />
hacia Él y dijo:<br />
"Cierto, Señor; pero también los perros comen debajo de la mesa las migajas que sobran a los<br />
hijos".