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Descargar libro - Manuel Requena

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salvación humana y su corral de aves exóticas, que usaba como vivero donde extraer las plumas<br />

que necesitaba para los peculiares diseños de vestidos raros deslumbrantes, de lujo y de fiesta.<br />

Nunca pudo imaginar aquel extraño sastre, que el canto de sus gallos iba a ser más famoso que<br />

todas sus plumas de colores y todos sus vestidos de gala juntos. En primavera y verano, para las<br />

fiestas grandes, con las nuevas modas traídas por los romanos, las plumas como adorno de<br />

vestidos de damas ricas, de sombreros y cascos, hasta de centuriones y jefes del ejército, se<br />

habían convertido, en parte por su ingenio, en toque de distinción y manifestación del poder<br />

adquisitivo de una persona. No importaba tanto, como siempre ocurre, el que fueran bonitas,<br />

que sin duda lo eran, sino el que fuesen caras, carísimas, y a ser posible, únicas.<br />

Pequeño, delgado, de aspecto estrambótico por sus maneras de moverse sin cesar, y por el raro<br />

escorzo de sus manos, Lucas, al que cariñosamente sus clientes y amigos llamaban Luccinno,<br />

visto por detrás podía ser una de las altas damas de la corte de Antipas. No importa ahora su<br />

tendencia sexual, pero sí que era el mejor criador y comerciante de plumas de todo oriente<br />

medio. Las plumas de las aves de Luccinno y sus tintes, eran conocidas y apreciadas hasta en la<br />

capital del imperio. Gallos blancos de plumas largas, nageoires de oca, plumas de pavo flats,<br />

gallinas de guinea, faisanes, pavos reales, codornices, perdices, ocas de todas clases, de todos los<br />

matices e irisaciones, tenían en sus corrales nido. Las aves eran importantes para el pequeño<br />

sastre, no solo por las plumas sino por sus cantos. Los gansos y los gallos de larga cola, avisaban<br />

con su estruendosa jacaranda de todo visitante que se acercaba hasta la entrada de la calle.<br />

Especialmente en la noche, cualquier ruido de pasos o voces extrañas, era acompañado por un<br />

intenso coro de ocas y gallos, que ponían al descubierto la presencia.<br />

Luccino había visto a Jesús en alguna ocasión, pero no le caía bien. No solo porque sus vestidos<br />

eran zafios, sin adorno alguno –tan solo una túnica talar de una sola pieza y un manto blanco-,<br />

sino especialmente desde que había tirado por el suelo el tenderete que el criador de aves tenía<br />

instalado en el templo, donde sus empleados vendían plumas y telas, con permiso, -o al menos<br />

vista gorda- del sumo sacerdote al que pagaba un canon. Su personal de ventas le contó que el<br />

profeta vestido de blanco hasta los había amenazado con un enorme látigo de cuerdas. El sastre<br />

no había podido ocuparse debidamente del asunto porque estaba esos días muy ocupado<br />

terminando un gran vestido de gala para el sumo sacerdote, su vecino Caifás, pero le dio su<br />

queja al dignatario. El enorme vestido, no solo llevaba todos los adornos rituales en sus<br />

filacterias, borlas y adornos de los bordes, sino que el diseñador, en aras de la moda novedosa<br />

que llegaba de Roma, le había añadido por su cuenta colores y plumas para que tuviera, además<br />

del resplandor del sacerdocio, un cierto aspecto de señor romano. Iba a ser admirado Caifás,<br />

según Luccinno, por propios y extraños, por judíos y romanos, por griegos y persas. Y, -añadió<br />

el sastre-, no solo por todos los que aquel año se habían juntado en Jerusalén para las grandes<br />

fiestas de la pascua en primavera, sino que seguramente pasaría a la historia de su religión por<br />

aquel atrevimiento artístico. Sin saberlo, aquel mequetrefe estaba haciendo de profeta. Para su<br />

objetivo, había conseguido las mejores sedas, que hacían el enorme vestido mucho más liviano y<br />

fresco que los anteriores. Caifás lo había aceptado, y prometió estrenarlo en día de pascua.<br />

La noche de preparación de pascua no fue tan cálida como se esperaba. Luccinno, que acababa<br />

de entregar el nuevo vestido sumosacerdotal, después de estar todo el día ajustándolo porque<br />

Caifás había engordado diez kilos en lo que se llevaba de semana de pascua, probando y<br />

degustando las magníficas ofrendas de los fieles en el templo, se fue, según él “agotado y a<br />

punto de morir”, directo a la cama. A la cuarta vigilia de noche, un estruendo enorme de su<br />

gallinero lo despertó asustado. Algo estaba pasando. Llamó a sus sirvientes y le informaron que<br />

no ocurría nada en el criadero. Era en el vecino patio del sumo sacerdote donde se oían las

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