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Descargar libro - Manuel Requena

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mioma.<br />

La fórmula infalible,-según otra receta-, era tomar a la noche, muy masticadito, rumiado con la<br />

técnica de la segunda masticación de las ovejas y otros bóvidos, un grano de cebada, que debía<br />

ser buscado y encontrado personalmente por la propia enferma en la cuadra de un mulo blanco.<br />

Si solo se encontraba un grano, y lo masticaba así, el flujo de su sangre cesaría durante dos días.<br />

Si encontraba dos granos en dos días seguidos y los rumiaba a la noche, el flujo cesaría por seis<br />

días. Y encontrando tres granos de cebada, en tres días seguidos y en la misma cuadra del<br />

mismo mulo blanco, masticándolos en sus tres noches consecutivas, se obtendría la curación<br />

completa y para siempre.<br />

Ella lo había hecho todo escrupulosamente, y pagando un precio exorbitado. Lo que más le<br />

había costado, aparte de encontrar un mulo blanco que estuviese en cuadra y al que le diesen<br />

pienso de cebada, -¡que ya le costó!- fue la propia receta. El rabino que se la vendió escrita en<br />

pergamino -¡eso sí!- allá en Jerusalén, tenia su consulta en el atrio del templo, donde se compran<br />

y venden todas las cosas inimaginables que hacen relación a la pureza o la impureza de la<br />

gente. Le había sacado un buen pellizco de su fortuna personal; casi todo el importe de su dote<br />

de hija única. Pero ella lo pagó con gusto, porque amaba a Efraín.<br />

Y efectivamente fue quizá el rescoldo de su amor, reanimado con la excusa quimérica del mulo<br />

blanco, el que estuvo a punto de curarla. Al menos por tres días había cesado el flujo. Cerca de<br />

Jerusalén, como le habían dicho en el templo donde se curaba la vida de los hombres, encontró<br />

una cuadra que tenía un mulo albino, y en ella, un extraño hombre que cuidaba a tan insólito<br />

animal. Berniké, con la inercia poco escrupulosa de su amor, se confió a él. Le enseñó la receta<br />

del rabino, y él hizo gestos de estarla leyendo de corrido. El extraño mozo de cuadra pareció<br />

comprender perfectamente de qué trataba aquella fórmula, y Berniké, que sabía leer desde niña,<br />

se admiró de que aquel hombre con pinta de facineroso de caminos más que de cuidador de<br />

animales, leyese tan deprisa. Ella hubiera tardado el doble en leerla. Pero al fin, después de<br />

pedirle otro dineral por entrar al cebadero del raro cuadrúpedo, la dejó a ella misma buscar<br />

algún grano de cebada entre los pesebres donde supuestamente lo alimentaban. Cuando entró a<br />

la cuadra y vio al mulo blanco, la ilusa Berniké se vino abajo. Es verdad que aquel animal era<br />

blanco, aunque tenía más pinta de burro que de mulo, pero estaba tan flaco que parecía no<br />

haber probado la cebada en su vida. Si le hubiesen dado un pienso de cebada, no habría dejado<br />

un grano, pensó la desilusionada hemorroisa. Aquel pobre animal, cuya blancura no pudo<br />

averiguar si era por albino o por viejo, tenía más necesidad de la cebada que ella misma.<br />

De todas formas, como era una mujer de fe, optimista por naturaleza y constante en todo lo que<br />

hacía, miro y remiró por el pesebre, hasta que efectivamente, pegaditos a la pared del fondo,<br />

casi al borde de un hueco sobre una pequeña leja de piedra de pizarra de las que formaban la<br />

pared, como escondidos, pero a la vista, y desde luego fuera del alcance de la lengua de animal,<br />

vio dos solitarios granos de cebada. Estaban allí como esperándola, y ella alargó decidida la<br />

mano. Con mucho cuidado los cogió, los apretó en su palma, y dio gracias a Yahvé por su<br />

misericordia, pidiendo perdón por su desconfianza. A la noche, sola en la habitación que le<br />

habían asignado en casa de unos familiares de Jerusalén, rumió los granos de cebada como si<br />

fueran medicina milagrosa. Despacito, masticándolos como hacían las ovejas, y rezando a la vez<br />

la Barakka u oración que venía en la fórmula escrita del rabino. ¡Y estuvo dos días sin flujo<br />

vaginal!

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