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Descargar libro - Manuel Requena

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de Israel, la doctrina elaborada durante siglos, el servicio a Yahvé, el Templo y los fundamentos<br />

mismos del pueblo. O actuamos rápido, o el nuevo exilio está ya decretado. El sumo sacerdote,<br />

asustado y harto de su suegro, se zampó un desayuno doble por si acaso se complicaba la cosa.<br />

A Caifás se le abrieron los ojos, y se le hincharon aún más sus hermosas narices, como si fueran<br />

dos trompetas del templo tocando a rebato. Llamó a consulta inmediatamente a todos los<br />

notables, y convocó el sanedrín y el Consejo. Anás, el resentido y rentable suegro, recibió<br />

promesa de justicia inmediata. ¡No podía ser menos! Aquella misma mañana con el consejo de<br />

ancianos y todo el sanedrín, puso en marcha el mecanismo para la detención del personaje que<br />

era tenido por profeta, y que en su percepción viciada de la realidad, bajo su propia<br />

interpretación de las “leyes santas” y costumbres de siglos, tan solo era un destructor de<br />

higueras y de sus lícitos negocios en el templo. Anás se comprometió a pagar de su peculio lo<br />

que hiciera falta para la operación, y su yerno Caifás, viendo negocio en el enfado del viejo, le<br />

pidió cien monedas de plata. Con eso tendría bastante para todo. Efectivamente, treinta serían<br />

para Judas, el discípulo de Jesús conocido por su amor al dinero, que por ese precio descubriría<br />

el sitio donde se escondía y pernoctaba Jesús algunas noches. Allí sería fácil prenderlo sin<br />

alboroto alguno. Del resto del dinero, una parte sería para los guardias del templo a sus<br />

órdenes, porque sabían lo arriesgado de la operación debido a la gente que acompañaba al<br />

Nazareno y a la fuerza extraordinaria que salía del mismo, y la otra parte, un porcentaje de más<br />

de la mitad, para imprevistos ¡Quien sabe lo que sería preciso! Lo mejor, pensó Caifás, sería<br />

guardarlo en su propio bolsillo para lo que hiciera falta. De allí no volvió salir. Predicar la<br />

palabra de Dios, curar enfermos, y hasta resucitar algún muerto, era una cosa, pero maldecir y<br />

secar la higuera grande de su suegro, y desalojar de negocios el templo a latigazo limpio, era<br />

otra muy distinta y realmente mucho más grave para el corrupto y prevaricador sumo<br />

sacerdote de aquel año. Y así se puso en marcha la conspiración ¡Aquello había que revestirlo de<br />

suma legalidad! porque secar la mejor higuera de Jerusalén obviamente era un atentado contra<br />

la naturaleza de las cosas. Quien no fuera ecológico, no podía ser de Dios, y había que detenerlo<br />

de una vez. Entendió muy bien Caifás que el episodio de la higuera, que no era estéril, sino que<br />

en aquel tiempo no tenía higos, como no lo tenía ninguna higuera del entorno, era una señal<br />

profética claramente dirigida contra ellos, contra las clases dirigentes de aquella religión y aquel<br />

templo que no tuvo los frutos cuando se los pidió su creador. El misterio no era de fácil<br />

solución, porque aquel hombre en apariencia sencillo y humilde, era un extremista radical. Lo<br />

quería todo o nada. O creían en Él, y se le entregaban en conversión total a su forma nueva de<br />

ver la religión y las relaciones de los hombres con Dios, al que llamaba Padre, y con lo otros<br />

hombres que eran todos hermanos, o no quería nada. Había que matarlo. O se estaba con Él, y a<br />

su modo, o contra Él. No había otra solución que quitarse de en medio a aquel hombre, o<br />

Israel como pueblo estaba en peligro, ahora que tanto habían trabajado para conseguir un<br />

equilibrio estable con Roma. Aunque Caifás en su función de sumo sacerdote de Israel estaba<br />

profetizando la muerte de Jesús (Jn 11,49-50 y 18,114), la teoría del Maestro era justo la contraria<br />

de la que expuso el sumo sacerdote.<br />

Esa misma mañana, Caifás envió a la plana mayor del sanedrín para cogerlo en algún desliz<br />

condenable mientras Jesús paseaba por el templo. Los jefes de los sacerdotes, los maestros de la<br />

ley y los ancianos encontraron a Jesús en el templo y le dijeron “¿Con qué autoridad haces estas<br />

cosas? ¿Quien te ha dado autoridad para actuar así? Y se pusieron a discutir con Él. Estuvieron gran<br />

parte de la mañana argumentando y oyendo las comparaciones que ponía Jesús en su doctrina<br />

sobre unos viñadores homicidas, sobre el tributo al César o sobre la resurrección de los muertos.<br />

No pudieron apreciar ningún delito en su discurso, aunque fuera incómodo para ellos su modo<br />

de entender la ley.

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