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Descargar libro - Manuel Requena

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grande de Cafarnaúm, más para ser visto que para ver u oír cosa alguna de lo que allí ocurría.<br />

En eso decía parecerse a los fariseos. Y Nadie se atrevía a decirle nada. Todos sabían que era un<br />

pecador, que su vida era “inmunda”, que era un hombre peligroso y malhechor integral para la<br />

ley judía, pero nadie se atrevía a decirle nada, porque en alguna parte de sus vidas todos habían<br />

reído alguna vez sus ‘gracias’, y hubieran querido ser como él, o al menos tener los camellos<br />

que el tenía, las mujeres que él tenía, y el dinero que él tenía. Por eso cuando se acercaba a la<br />

Sinagoga lo dejaban sentarse en su propio asiento que había clavado en la primera fila, e incluso<br />

soportaban en silencio su afán de protagonismo, cuando una vez leída la Escritura, pedía la<br />

palabra, o sin pedirla, simplemente empezaba a dar voces sobre lo que se había leído,<br />

gesticulando con el puño en alto como para cimentar sus extraños argumentos. No eran<br />

argumentos de razones sino de puños, aunque algunas veces los puñetazos y cabezazos que<br />

daba sobre paredes y mesas, fueran razonables.<br />

Todos sabían que Juan tenía desde niño una enfermedad rara, y que se le había ido acentuando<br />

con la edad, especialmente en sus brotes primaverales. Para lo que él mismo llamaba su<br />

maldición de familia, su diablo familiar, había pagado los mejores médicos, y marchado a<br />

donde escuchaba que había algún curandero con éxito. No habían podido curarle. Cuando los<br />

ojos empezaban a ponérsele en blanco, y su lengua no articulaba bien las palabras, cuando<br />

comenzaban movimientos automáticos de la boca, de las manos y de otras parte del cuerpo, con<br />

sacudidas horribles de una mitad de la cara, aunque no llegara a perder el conocimiento, la<br />

gente de su casa sabía que tenía que quitarse de en medio, por lo menos hasta que empezaba a<br />

echar espuma por la boca, y caía redondo al suelo. Entonces lo ayudaban, cuidando de que no<br />

se ahogara tragándose la lengua. Le ponían paños de agua fría sobre las sienes y la frente, y<br />

esperaban a que pasase todo. No podían hacer nada más, y aunque cada crisis les parecía que<br />

sería la última, Juan seguía viviendo, aunque su vida tuviera cada vez más confusión mental.<br />

De pronto era un tirano, y de pronto se portaba como un niño. Casi era un espectáculo ver sus<br />

movimientos como si estuviera masticando manjares, cuando no había comido nada. Otras<br />

veces cerraba y abría los ojos continuamente, como si estuviera teniendo una visión, aunque<br />

nunca contaba nada de lo que veía, decía que se la quedaba la mente en blanco, y era incapaz de<br />

responder a las preguntas más sencillas, o mantener conversación alguna. Pero lo peor llegaba<br />

con las convulsiones, y la fiebre, hasta que por fin, caía revolcándose al suelo, con sacudidas<br />

rítmicamente acompasadas de las cuatro extremidades, en medio de un barrizal de orina y<br />

heces, perdido todo el control de esfínteres. Ese final duraba solo unos minutos, pero su efecto<br />

entre los familiares, y las consecuencias en el mismo Juan eran tremendas.<br />

Él sabía mejor que nadie que estaba enfermo, como lo había estado su padre, y algunos de sus<br />

tíos, Pero Juan quería curarse. Le horrorizaba el final que había visto padecer s su padre, y sabía<br />

que los suyos estaban ahora sufriendo como había sufrido él. Por eso quería curarse. Y porque<br />

podía y quería, había gastado mucho dinero en médicos. Siempre estaba dispuesto a pagar lo<br />

que hiciera falta, pero aquello volvía siempre. Así no podía hacer amigos ni negocios en<br />

Jerusalén con los grandes, porque cuando le daba el ‘yuyo’ quedaba en completo ridículo. Se<br />

había acostumbrado a estar en su región, recluído en su pequeño pueblo, en sus caminos, y en<br />

su lago, donde la gente lo respetaba, y no le creaba problemas. Pensaba que allí terminaría su<br />

vida, o quizá en Tiro donde pasaba varios meses al año.<br />

Algún predicador estudioso de la Ley le había dicho que tenía un espíritu inmundo dentro,<br />

aunque él desde luego se tenía por un “buena vida”.

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