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Descargar libro - Manuel Requena

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Fue entonces cuando oyó hablar de aquel hombre que se hospedaba en la cabaña de los<br />

pescadores, y decían que con solo tocar a la gente quedaba curada de cualquier enfermedad que<br />

tuviera. Se lo había dicho la suegra de Simón el pescador. A ella misma, que según contaba,<br />

había estado a las puertas de la muerte, cuando estaba llena de fiebre, con solo cogerle la mano,<br />

se le quitó la fiebre y nunca se sintió mejor en toda su vida. Se lo había dicho cuando vino a<br />

traerle aquella canasta de peces grandes, que eran los mejores que se habían pescado nunca en<br />

el lago. Le cobró muy caro por ellos, pero la verdad es que merecían la pena. Ni siquiera en su<br />

casa de Tiro, en la costa del mar grande, que los romanos llamaban ‘mare nostrum’, o<br />

Mediterráneo, había comido peces tan sabrosos. Se sintió orgulloso de su lago. Cuando supo<br />

que el sitio y la hora de la pesca la había descubierto y ordenado aquel carpintero de Nazaret,<br />

que vivía con Simón en la orilla del Lago, decidió ir a verlo. Decían incluso, que los mejores<br />

pescadores de la región desde ese día se habían ido con Él, dejando la pesca. No podía creerlo,<br />

debía de ser un cuento de viejas, y a la suegra de Simón el pescador, le encantaban los cuentos.<br />

Por eso Juan se fue a preguntarle al viejo Zebedeo, que sí sabía todo lo que pasaba en el lago, y<br />

más ahora que, retirado de la pesca, le había dejado el negocio a sus dos hijos, y se pasaba el día<br />

en la playa.<br />

Se llevó la primera sorpresa cuando encontró al viejo solo, con las redes nuevas, y las barcas de<br />

las dos familias, tripuladas por jornaleros.<br />

El viejo Zebedeo, le contó la historia maravillosa que ni el pescador mas embustero hubiera<br />

podido inventar. ¡Cientos de peces! Decía el viejo Zebedeo levantando sus manos por encima de<br />

su cabeza, abriéndolas y cerrándolas como él hacía para hablar, ¡cada uno de más de dos<br />

kilos….! Tuvimos que ir todos para ayudar y que no zozobraran las barcas…. Yo los estaba<br />

viendo ¡Solo echaron las redes, cuando Él lo dijo, y donde Él dijo! ¡Al momento estaban llenas!<br />

Y esta vez era verdad. No eran cuentos de pescadores.<br />

A Juan le entusiasmó la historia, pero no era eso lo que quería saber. Y tuvo con Zebedeo uno<br />

de aquellos gestos suyos que a él le parecían ablandadores de toda resistencia. Se sacó del<br />

bolsillo debajo del manto unas cuantas nueces de los grandes nogales que crecían aún junto a la<br />

vieja fuente de aguas termales, y empezó a partirlas con sus propios dientes. Hubiera sido fácil<br />

usar unas piedras, pero Juan tenía una habilidad especial para partir las nueces con la boca. Un<br />

enorme colmillo entraba en el lugar preciso de la nuez que crujía y se habría dejándose sacar en<br />

cuatro trozos precisos su pulpa ocre oscura. Dos pedazos se los comía él, y los otros dos se los<br />

daba a su amigo, en un gesto de confianza que surtía siempre efecto. El supuesto amigo<br />

empezaba a hablar, no tanto quizás por el signo amigable, cuanto por evitar que aquello<br />

volviera a repetirse.<br />

Y Zebedeo habló: ¡Ese hombre cura a los enfermos con solo tocarlos, o ser tocado por ellos! Y<br />

eso también es verdad.<br />

Cuando el pobre Juan ‘el rico’, oyó que Jesús estaba de nuevo en la región, y que el sábado iba a<br />

su Sinagoga, decidió ir a verlo y oírlo. Hasta llevaba en su interior la pretensión de invitarlo a su<br />

casa de la playa para pedirle ayuda sobre su enfermedad. Pagaría lo que hiciera falta. Partiría<br />

incluso sus nueces con Él. Pero antes, como hombre prudente que era para sus cosas íntimas,<br />

quería observarlo sin decir nada; comprobar que no fuera otro de aquellos charlatanes que le<br />

habían sacado su dinero sin resultado alguno. Se acercaba el verano y Juan presentía una crisis<br />

aguda de su enfermedad, porque la primavera había sido suave, demasiado suave. Por eso<br />

aquel sábado judío se fue a la sinagoga, aunque había amanecido tronando y ya habían caído

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