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Descargar libro - Manuel Requena

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Zebedeo fue a sentarse de nuevo donde estaba recostado su joven confidente Samuel el<br />

paralítico, que lo recibió sin decir palabra, pero con una sonrisa y un pequeño movimiento de<br />

cabeza, porque lo conocía. Aquello era increíble para Zebedeo, y pronto tenía que explotar por<br />

algún lado.<br />

Cuando la barca de Simón apenas estaba a cien metros de la orilla, recortándose aún sus figuras<br />

sobre las palmas de un espigón del lago formado por arrastres del río, vio Zebedeo que echaban<br />

las redes. ¡Qué locura! -pensó le dijo a su amigo Samuel- “Aquel sitio es bueno para anzuelo y<br />

aparejo sencillo, pero no para redes”. “Seguro que se engancharan en el fondo. Y aunque no se<br />

rompan del todo porque son nuevas, la tarea de limpiar las algas y escombros de los arrastres,<br />

aún suponiendo que se pescara algo, es tan trabajosa, que no merece la pena…..” “Pero ya lo<br />

están haciendo. ¡Y ahora el patrón era Simón!”.<br />

Los vieron echar las redes nuevas, y casi antes de que estuvieran extendidas, empezaron a<br />

recogerlas. Desde la orilla Zebedeo pensó que Simón tenía prisa por terminar aquello, y por eso,<br />

antes de que las redes estuviesen del todo extendidas, ya las estaba recogiendo. Y se alegró.<br />

De pronto un aleteo submarino que levantaba espuma sobre la superficie, produjo ese crujido<br />

continuo como una olla hirviendo. Se alcanzaba a oír hasta en la playa. Zebedeo conocía muy<br />

bien aquel sonido, porque era su sueño cada noche. El sonido de un enorme banco de peces<br />

desovando.<br />

Simón y Andrés se agarraron a las rastras, y la barca se escoró a babor peligrosamente. ¿Que era<br />

aquello? ¿Qué estaba pasando? Los hombres empezaron a remar, sin haber sacado siquiera la<br />

red, y al momento Simón levantó las manos pidiendo socorro y ayuda a grandes voces.<br />

Zebedeo tampoco esta vez lo dudó un momento, porque la cosa parecía grave. Llamó a sus<br />

hijos, y entre todos botaron las barcas y remaron a fondo. En unos minutos estaban junto a sus<br />

socios. Los abordaron por estribor, enganchando las cuerdas de la red a su propia barca, y<br />

entonces empezaron a darse cuenta de lo que allí ocurría. Todos los peces del lago parecían<br />

estar dentro de la red nueva, que se hinchaba hasta casi romperse. No podían con aquello. Ni<br />

entenderlo, ni arrastrarlo. Sintieron que zozobraban las barcas, y tuvieron que pedir ayuda a<br />

todas las otras barquillas que estaban a la orilla y tenían gente para tripularlas. Más de cinco<br />

barcas se juntaron. Unos tirando y otros casi empujando, descargaron un poco su peso llenando<br />

hasta el borde las barcas de Simón y Zebedeo. Y así, a duras penas, pudieron arrastrar aquella<br />

masa viva hasta la playa. ¡Nunca se había visto -ni siquiera oído- nada igual! Eran peces<br />

enormes, y en tal cantidad que cualquier red se hubiera roto. La que había hecho Eliú resistió.<br />

Parecía imposible, pero resistió. Con aquella pesca- pensó Zebedeo por asociación de ideas en<br />

un segundo- casi la mitad de la red estaba pagada. Todos en la playa y las barcas estaban<br />

boquiabiertos, asombrados, como acorchados por fuera y por dentro, entre el esfuerzo físico, y<br />

lo inesperado de aquella exhuberancia. ¿Como sabría aquel nazaretano de pesca? ¡Si Él había<br />

dicho que era un carpintero!!<br />

Simón, aún en al barca, se arrodilló ante Él y le dijo: "Aléjate de mí, Señor, que soy un pobre<br />

pecador". (Lc 5,8)<br />

Zebedeo no se dio mucha cuenta de lo que pasó después, porque estaba llenando canastos de<br />

peces, y tratándolos ya para la venta con todo el que quisiera comprar. Vio que Jesús se retiraba

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