Descargar libro - Manuel Requena
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un poco de la gente con Simón y Andrés, con Santiago y con Juan. Incluso Felipe, otro de<br />
Betsaida, también se arrimó a ellos. Oyó algo de pescar hombres, o de hacerlos pescadores de la<br />
verdad, pero no entendió nada hasta la tarde, cuando todos se habían ido ya, y Cafarnaún había<br />
quedado otra vez en el silencio de siempre, arrullado por el murmullo del lago cuando el agua<br />
besaba suavemente los juncos de la orilla.<br />
Zebedeo, junto con Maria, la suegra de Simón que era la experta en ventas, habían vendido<br />
toda aquella enorme cantidad de peces a la gente del pueblo y también a la mucha gente<br />
forastera que había acudido a la playa a ver y oír, a tocar y admirar al Maestro. Todo parecía<br />
coordinado por Él como un milagro. Los peces, la pesca y la gente que la compró. Pero ni<br />
Santiago ni Juan habían vuelto a la casa ese día. Tampoco Simón, al que el Maestro había<br />
llamado Pedro, estaba todavía en su casa cuando era más de media noche. Su mujer y su suegra,<br />
que se habían cargado casi todo el trabajo de venta y reparto, estaban inquietas. Todos se habían<br />
ido con el Maestro, sin decir ni dónde, ni cuando volverían. La gente que había estado en la<br />
playa también se había ido tras ellos, con sus enfermos, y sus zurrones llenos de peces grandes.<br />
Salomé le había contado a Zebedeo algo de la doctrina del Maestro, pero el pescador no acabó<br />
de entenderla. Prometía, que todo el que dejara algo por Él, y se pusiera a su servicio, recibiría<br />
ya en esta vida el ciento por uno de lo que había dejado. Ya fueran casas, padres, hermanos,<br />
hacienda….. Cualquier cosa, en el Reino suyo se multiplicaría por cien, ya desde esta vida, y<br />
pronto….. Zebedeo, que había pensado que aquello era la típica propuesta de un embaucador,<br />
de un estafador, no solo no había creído nada, sino que chasqueó los dedos y la lengua, como<br />
diciendo “Dios mío, ¡qué familia me has dado! ¡Se lo tragan todo!<br />
Por la noche ya, sentado a la puerta de su choza casi a la orilla de la playa, sin poder pegar ojo<br />
por sus hijos que no habían vuelto aún, haciendo cuentas en su interior de lo que había ganando<br />
con aquella pesca, y de lo que tenía que entregarle a sus socios, aunque nunca había hecho unas<br />
cuentas tan grandes, calculó Zebedeo que aquél Maestro se había quedado corto en lo del ciento<br />
por uno. Para un pescado seco y un tazón de leche, con un poco de pan a la brasa y aceite, que<br />
le habían dado para desayunar al carpintero, tan solo de su parte, sin contar la mitad de Simón,<br />
calculaba que había recibido mas del dos mil por cien!<br />
El viejo pescador, --aunque solo tuviera unos sesenta años-- no había hecho bien las cuentas.<br />
En su ‘debe’ solo había puesto un desayuno, un pescado, un trozo de pan con aceite y queso, y<br />
una taza de leche, y en su “haber”, tenía doscientos peces grandes, y el crédito de ser el<br />
pescador más conocido en el lago. No mucho después, constató que en su ‘debe’ aquel día no<br />
había contado a su mujer y sus hijos, que se fueron detrás del Maestro, y con ellos no solo toda<br />
la ganancia de ese día, sino todo lo que pescó y lo que vendió en años sucesivos.<br />
Unos días después, al terminar la faena de pesca, y cuando estaba Zebedeo con sus hijos en la<br />
playa repasando las redes, el Maestro apareció por la playa con Simón y Andrés. Se dirigió a<br />
ellos, se acercó directamente a los dos jóvenes “y los llamó a seguirlo. Ellos, dejando a su<br />
padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron. (Mc 1,20)<br />
Sin saber cómo, lo que antes lo hubiera puesto al borde de un ataque de nervios, ahora a<br />
Zebedeo no le importaba nada. Tenía una razón nueva de vivir que no pasaba por la economía,<br />
ni siquiera por la cercanía de los suyos, sino por la alegría interna que había sentido en la<br />
palabra de aquel hombre que desayunó con él.