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Descargar libro - Manuel Requena

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trabajo. Normalmente trabajaba a jornal en la cantera de malaquita que el escriba José de<br />

Arimatea tenía junto a Jerusalén, en el lugar que llamaban Gólgota en hebreo, o “kranion” en<br />

griego, o calvario en latín. El dueño, rico comerciante de Jerusalén, y estudioso de la ley, lo<br />

había visto trabajar extrayendo la piedra para buscar malaquita, y sacando bloques que tallaba<br />

para la construcción. A José le gustó la forma de trabajar de Juan, y le encargó terminar en un<br />

hueco existente en la cantera, su propio sepulcro. Después de tallar en la roca la tumba, José<br />

complacido, le encargó nada menos que la construcción de una gran casa de piedra adosada al<br />

muro de la ciudad, junto al templo. La piedra tenían que sacarla de la cantera de su propiedad,<br />

y la casa tenían que acabarla deprisa, pero el salario merecía la pena. Por eso Juan y sus<br />

compañeros llevaban trabajando dos meses día y noche, hasta que el cansancio pasó la factura<br />

que tantas veces pasa a los pobres. Casi sin luz ya para seguir trabajando, al colocar una piedra<br />

grande de sillería que cerraba un arco superior de la terraza, una tarde de octubre, Juan cayó del<br />

andamio y se fracturó el cráneo. A María, que esa mañana muy temprano había sentido el amor<br />

de su esposo como en los tiempos primeros, cuando se engendran los hijos de pasión, al<br />

despedirse Juan, le había dicho:”Ahora sí vamos a salir de pobres, siento que ya está cerca el<br />

momento. Hoy ponemos las últimas piedras”. Lo siguiente que supo de él fue que se lo llevaron<br />

a la casa muerto. Allí le puso ella su luto de pobre, su llanto sincero, y un entierro más pobre<br />

que su luto, pero adornado con una exhuberancia de dolor interno y soledad, en la que ella si<br />

era rica y experta. Mucho dolor y mucha soledad, hubo en el entierro, con cinco hijos pegados a<br />

su falda. Y María se encontró de pronto en el mundo de la pobreza extrema. Hasta entonces<br />

había sido una pobreza digna, sobre todo porque tenía ilusiones y esperanzas, pero después del<br />

accidente, la miseria mordía sus vidas. Sus únicos ingresos eran los de su esposo. Ella tenía<br />

bastante con cuidar de los hijos y las faenas de la casa. Solo cuando las cosas iban mal trabajaba<br />

en alguna mansión de los ricos. Y ahora no tenía nada. Solo le habían quedado seis bocas<br />

hambrientas que alimentar, y ni siquiera el patrón le había pagado todo lo que le debía a Juan,<br />

con la excusa de que tenían que ajustar las cuentas. Faltaban varios días para la Pascua y ya no<br />

pudo más. Acudió a su Dios como había hecho tantas veces. Fue al templo y pidió compasión.<br />

Todo el camino había ido hablando con sus propios sentimientos desgajados de ausencia,<br />

recitando los cantos aprendidos de niña, pero cuando pasó por el lugar donde había caído Juan,<br />

y adivinó los restos de su sangre que aún palpitaban para ella bajo las piedras, su oración se<br />

hizo externa, y pudo oírse en sus labios el salmo 54 :<br />

Oh! Dios, sálvame por tu nombre, por tu poder hazme justicia.<br />

Oh! Dios, escucha mi oración, atiende a las palabras de mi boca; pues se alza contra mí gente<br />

avarienta, sin entrañas.<br />

Los tiranos me dejan a las puertas de la muerte, y para ellos Dios no cuenta nada. Oh! Dios ven<br />

hoy en mi auxilio, porque tú eres, Señor, el único apoyo de mi vida; que caiga tu justicia sobre los<br />

que me explotan, Señor, por tu fidelidad.<br />

Te ofreceré sacrificios de todo corazón, con todo lo que tengo, y ensalzaré tu nombre, Señor,<br />

porque eres bueno, porque me has librado de todas mis angustias y he visto la humillación de mis<br />

enemigos. Porque tú, Señor, miras el corazón…….<br />

Cuando María llegó a la puerta del atrio de las mujeres, se encontró la fila larga de gente que iba<br />

a entrar al templo pasando primero por el arca del Tesoro para dejar su ofrenda de dinero.<br />

Mientras estaba en la fila, se sintió observada, y con ese sexto sentido que tienen las mujeres<br />

para saber cuando las miran, y de dónde viene esa mirada, descubrió unos ojos enormes<br />

clavados en su pena. Nunca la habían mirado así, ni de soltera, ni de casada, ni de viuda. Era un<br />

hombre sentado frente al arca de las ofrendas, vestido de blanco, con el pelo largo hasta más<br />

abajo de los hombros, enmarcando unos ojos que parecían grises por el brillo interior de su<br />

mirada. Debía de ser un nazareo, pero era raro que mirase así a una mujer, y menos en el

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