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Descargar libro - Manuel Requena

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estaba y tomándola de la mano la levantó. La fiebre desapareció al momento, y ella se<br />

puso a servirles. (Mc 1,29-31)<br />

Pequeñita, vivaracha, siempre vestida de riguroso luto desde que murió su esposo, María había<br />

aceptado vivir con su hija, también María, y su yerno Simón, ocupando una minúscula covacha<br />

que habían sacado excavando la tierra debajo de la escalera que subía al terrao, y a la que se<br />

entraba por una pequeña puerta que daba al patio de atrás, donde se almacenaban las redes, las<br />

cuerdas, algunos aparejos de repuesto, dos velas viejas, unos cuantos remos y un ancla grande<br />

para los días de viento. Ella estaba contenta con eso. Tenía más que suficiente para su descanso<br />

y su intimidad, porque pasaba todo el día trabajando en la casa, o en el puesto de venta de<br />

pescado que tenían en el mercado del pueblo. Además la pequeña habitación subterránea, era<br />

caliente en invierno y muy fresca en verano, aunque apenas si entraba la luz por el ventanuco<br />

que daba a la calle. La ventilación la tenía por la propia puerta.<br />

Había aceptado vivir con su hija porque todavía se sentía fuerte, y era la que más sabía de toda<br />

la familia en cuestiones de venta del pescado que recién sacado de la barca llevaba por las<br />

casas a la gente del pueblo, a sus clientes habituales. Su marido también había sido pescador,<br />

como su yerno, y ella había sido siempre la encargada de la venta al menudeo en el pueblo.<br />

Casi todos los días se la veía con su canasta grande encima de la pequeña cabeza,<br />

contoneándose hasta la casa de algún cliente que el día antes le había hecho el encargo, o<br />

simplemente gritando por la calle la magnífica oferta que llevaba…..¡De la barca………..<br />

saltando…….. recien sacado!!! Y era verdad. Tenía tanta gracia en su tonillo de oferta, y en la<br />

recetas que proponía, que nunca le quedaba pescado de un día para otro. Lo que no vendía<br />

temprano, lo llevaba al mercado, y allí lo remataba. La llamaban `María, la del pescado'.<br />

Nunca había estado enferma, pero aquella enorme pesca que hizo su yerno, con la complicidad<br />

del Maestro Nazareno, fue demasiado para ella. Zebedeo, a quien correspondía la mitad de la<br />

pesca por la sociedad que había formado con Simón Pedro y su hermano, vendió mucho ese día<br />

a la gente de fuera que había acudido a la playa, pero a ella le tocó cargar con todo lo del<br />

pueblo. Gracias a que si la pesca se dijo que había sido milagrosa, la venta también lo fue. Ella lo<br />

sabía mejor que nadie. Todo el mundo quería comprar de aquellos peces, y la pequeña mujer,<br />

trabajadora por naturaleza, se había multiplicado llevando sus canastas. Hasta tres de una vez<br />

había cargado. Por la tarde ya le dolían todos los huesos de su cuerpo, y a la mañana siguiente<br />

apareció la fiebre. Se había mojado y enfriado demasiado, pensó, y eso dijo a su hija para no<br />

humillarla por haberle dejado tanto trabajo a ella sola. Pero ella sabía que una parte de la<br />

verdad es que ya estaba vieja. Sus huesos no eran los de antes.<br />

Al día siguiente todos se habían ido con el nuevo Maestro, y ella quedó sola en casa, sin fuerzas<br />

ni para levantarse. Ni siquiera pudo hacerse un caldo.<br />

Su hija se había ido también a ver lo que pasaba en el negocio, porque Simón su esposo, su<br />

cuñado Andrés, y los nuevos socios, los jóvenes hijos de Zebedeo, se habían ido todos tras el<br />

Maestro, sin decir ni a dónde iban, ni cuando volverían.<br />

Salomé, la mujer de Zebedeo, buena amiga y vecina de María, y también como ella buena<br />

vendedora del pescado que sacaban su esposo y sus hijos Santiago y Juan, le había traído de<br />

comer y le había dado una friega por la espalda con aceite templado de romero y tomillo. Pero

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