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Descargar libro - Manuel Requena

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Muy temprano, el Maestro decidió levantarse y partir hacia el templo. Algo especial se<br />

presentía ese día, y el primer síntoma lo descubrió Pedro, cuando pasaban por el huerto vecino<br />

al que habían dormido. La higuera que el Señor había maldecido la mañana anterior, estaba<br />

seca de raíz. Se lo dijo al Maestro, pero Él parecía ya saberlo, y comenzó a hablarles de la fuerza<br />

que tiene la fe, de la palabra y oración de fe que mueve montañas, sin límites, y del perdón de<br />

las ofensas que se reciben de los otros. Hasta mucho después no entendieron los Apóstoles la<br />

relación entre la higuera seca y la palabra de la fe.<br />

También muy temprano, cuando empezaba a amanecer, algunos campesinos salían ya de la<br />

ciudad, y Anás, como tenía por costumbre, salía a dar el usual repaso vigilante por su finca y su<br />

huerto, que apenas distaban un kilómetro de la puerta de Betania y Jericó. El sueño del viejo<br />

sacerdote ya no era el de antes, y aunque fuese muy rico, no podía dormir. Pasaba la noche<br />

esperando que llegase el día, y apenas apuntaba el alba parecía que le hubieran metido avispas<br />

en la cama. Se vestía y salía huyendo de la casa, hacia el campo, hacia las calles, e incluso<br />

muchas veces hacia el templo. Las alboradas de Jerusalén, siempre tenían magia, y Anás, ya<br />

viejo, sabía gustar de aquel encanto, gozando a solas de sus posesiones, de su estatus social, de<br />

sus fincas, y del respeto enorme con que lo saludaban los primeros campesinos madrugadores,<br />

que iban a sus campos, o volvían después de una noche de riego o vigilia.<br />

Por el camino que vadeaba el torrente Cedrón para llegar a la colina de los huertos, Anás iba<br />

pensando lo que haría aquella primavera que venía frondosa como pocas. Pensaba invitar a su<br />

yerno Caifás, el sumo sacerdote de aquel año en el Templo, para que probase sus higos<br />

brevales, sus habas verdes y tiernas, sus moras, con los brotes de hinojo, que se masticaban<br />

junto con las ayozas o almendras verdes que tienen gelatina en su gajo. No tanto pensaba en<br />

Caifás, como en sus nietos que saltaban de gozo en su finca, y ya habían preguntado varias<br />

veces ese año por las brevas de la higuera grande.<br />

Cuando bajó al torrente, antes incluso de cruzarlo, alzó la vista para recrearse en su parte de la<br />

bendición de Dios, que da tanta abundancia a los justos como él. Pero lo único que sintió esa<br />

mañana fue un enorme pellizco en su corazón repleto aún de sueños de la tierra. La higuera<br />

grande con su verdor entre celeste y negro no se veía. Una masa de color ocre oscuro ocupaba el<br />

lugar de aquel punto verde, referencia del camino, que se apreciaba nítidamente, incluso desde<br />

las murallas de Jerusalén. En el estrecho cauce del torrente, se cruzó con un grupo que subía a la<br />

ciudad. Anás los conoció al momento, porque todos iban detrás de aquel hombre de la túnica<br />

blanca talar que siempre parecía recién lavada, sin mancha ni arruga, con manto también<br />

blanco, sin adornos, cubriéndole sus hombros y espalda. Era aquel profeta Nazareno, al que se<br />

habían unido algunos discípulos de Juan, el Bautista de las fuentes de Ainón. Con solo un<br />

vistazo, al momento se advertía que no eran nadie. Pobre gente de pueblo, ham-ha'arez sin<br />

formación ni herencia, sin apariencia, ni temor de Dios. Al cruzar el torrente se encontraron de<br />

frente. El Nazareno le mantuvo la mirada, y pareció medirlo por dentro. Anás tuvo que bajar la<br />

cabeza y desviarse un poco del camino para no ser saludado ni saludar, ni darse por enterado<br />

de su presencia. ¡Qué descaro el de estos jóvenes de hoy! Pensó el viejo. ¡Ya no se respetan<br />

canas! Y con el primer disgusto de ese día, comenzó a subir la cuesta del Cedrón. Cuando se fue<br />

acercando al huerto, el pellizco que había sentido al no ver el verde de la higuera, se convirtió<br />

en herida. Estaba seca de raíz. ¿Cómo había podido suceder aquello? ¡Si solo hacía dos días que<br />

la había visto frondosa como nunca! El primer día de esa misma semana, su apariencia era<br />

mejor que la de cualquier árbol de su finca y del entorno. ¡Aquello era inexplicable! Terminó de<br />

subir la cuesta como pudo, resollando en un ruido infernal que podía oírse hasta en la puerta<br />

grande de Jerusalén, ampliado por la caja de resonancia del barranco en lo temprano de la hora,<br />

y el silencio hasta de los ruidos nocturnos. En su jadeo se acercó el viejo a la higuera, y sus<br />

párpados se iban abriendo más y más a cada paso y a cada restregón que se atizaba para

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