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Descargar libro - Manuel Requena

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una camilla improvisada, que era simplemente una espuerta grande, y lo llevaron al Maestro.<br />

Habían visto las cosas que pasaban cuando Jesús ponía las manos sobre alguien enfermo,<br />

tullido, leproso o endemoniado, y tuvieron un impulso de cariño hacia el joven lisiado.<br />

Quisieron ponerlo delante del Señor y pedirle que lo curase. Y con la imprevisión y fuerza de la<br />

juventud, lo hicieron.<br />

Cuando se lo dijeron al lisiado, en su cara se dibujó la sensación de vértigo que inunda al que<br />

vuela en caída libre desde más de mil metros de altura por primera vez. Samuel ya había<br />

sentido aquello cuando tuvo el accidente que lo dejó tullido, pero aún así, y con el nudo dentro<br />

del corazón, confiando en los cuatro, aceptó ir donde el Maestro. No sabía lo que era la fe en<br />

Jesús, pero sí la confianza en sus cuatro amigos que, casi antes de que dijera nada, se lo llevaron<br />

a cuestas hasta la choza de pesca de zebedeo.<br />

Tardaron demasiado en preparar transporte hasta la casa de Simón. Con tanta gente extraña por<br />

el pueblo, Zebedeo había guardado bajo llave los aparejos, y tuvieron que buscar más de media<br />

hora hasta encontrar algo que sirviera de camilla, y unas buenas cuerdas. La improvisaron con<br />

una espuerta grande de esparto, de las que hacía el viejo pescador en sus ratos de ocio, y la<br />

usaban para sacar la pesca. Cogieron la más grande que encontraron, casi como un pequeño<br />

serón, y allí tumbaron a Samuel, que se hundió en ella. Metieron dos remos por las asas de la<br />

espuerta, y quedó improvisada la camilla.<br />

Cuando llegaron al callejón de la casa de Pedro, no se podía ni entrar. El gentío se agolpaba a la<br />

puerta empujándose unos a otros para ver, oír, y algunos solamente olisquear, algo de lo que<br />

estaba pasando dentro. La gente, la querida gente, taponaba el paso desde las esquinas de la<br />

estrecha calle que daba a la playa. Los cuatro muchachos pidieron permiso, rogaron, suplicaron,<br />

invocaron el amor de Dios, y hasta intentaron abrirse paso a empujones, pero solo oyeron la<br />

misma respuesta: ¡Fuera de aquí! ¡No molestéis más! ¡Llevaos de aquí al muchacho, no sea que<br />

alguien lo pise y quede aún peor! Casi desesperados descubrieron que la solidaridad entre los<br />

pobres, apenas estaba también abriéndose paso por el callejón de la casa de Pedro.<br />

Uno de los cuatro, el más joven, al que llamaban Tesifonte y era hermano del tullido, de la<br />

misma edad que Juan, el hijo de Zebedeo, y amigo suyo desde la infancia, había visto a Jesús<br />

curar a otros enfermos, lo había oído hablar del reino, lo había escuchado llamar tras de si a<br />

Pedro, a Andrés, a Santiago, a su amigo Juan, a Felipe y a Mateo, incluso estaba en la sinagoga<br />

cuando ordenó a los espíritus impuros salir del cuerpo de Juan el de la fuente, y había creído en<br />

aquel hombre vestido de blanco que enseñaba y llamaba. A él no lo había llamado el Maestro<br />

para seguirlo por el camino, ni le había preguntado siquiera si creía en Él, pero desde que lo<br />

escuchó hablar desde la barca, y remó con Él más allá de la orilla hasta el lugar que señaló para<br />

pescar, desde que echaron las redes y ya no podían ni sacarlas porque estaban llenas, a punto<br />

de reventar de pescado, su corazón latía de una forma distinta. Tesifonte descubrió asombrado<br />

de sí mismo, que no era la pesca extraordinaria la que había provocado su fe en el Maestro, sino<br />

su sola presencia entre ellos, su manera de hablar y de mirar, de saludar y de sonreír, de callar y<br />

de levantar sus ojos al cielo. Cada vez que Tesifonte lo veía acercarse, ya esperaba algo<br />

maravilloso de Él, y nunca lo defraudó. Una palabra, un gesto, una mirada, un roce con Él,<br />

siempre le dejaban como un poso de seguridad en que aquello que estaba sucediendo, lo que Él<br />

decía y hacía, su simple presencia, era la pura verdad de la vida. El joven pescador y jornalero,<br />

sin grandes llamamientos ni misiones, en su vida diaria se había hecho discípulo y apóstol sin<br />

saberlo siquiera. Su carisma –que hoy llamaríamos ‘rol’- para la solidaridad con los pobres y

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