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Descargar libro - Manuel Requena

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–de Pedro- y se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio.<br />

Jesús les predicaba la Palabra-<br />

Le trajeron entre cuatro un paralítico y como había tanta gente, no podían presentárselo.<br />

Entonces levantaron la techumbre donde él estaba, hicieron un boquete y descolgaron la camilla<br />

con el paralítico.<br />

Jesús, al ver la fe de ellos, dijo al paralítico:<br />

-"Hijo, tus pecados te son perdonados".<br />

Algunos de los maestros de la ley presentes dijeron:<br />

-"¿Cómo habla así éste? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?".<br />

Jesús, conociendo al instante en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dijo:<br />

-"¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados<br />

son perdonados, o decirle: Levántate, carga con tu camilla y anda? Pues para que veáis que el Hijo<br />

del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados,- dijo al paralítico-:<br />

-¡A ti te lo digo, levántate, carga la camilla y vete a tu casa!".<br />

El paralítico se levantó, cargó inmediatamente con la camilla y salió a la vista de todos. Todos se<br />

quedaron sobrecogidos y glorificaron a Dios, diciendo: "Jamás hemos visto cosa igual". (Mc.<br />

2,1-12)<br />

1.-SAMUEL, EL JOVEN PARAPLÉJICO.<br />

No había salido nunca del pequeño círculo que podía trazarse con el radio entre su casa y la<br />

playa, y que apenas encerraba en su interior la Sinagoga, la cabaña de pesca de su vecino<br />

Zebedeo, y las primeras casas de Cafarnaúm. Disminuido físico de cintura hacia abajo, estaba<br />

siempre junto a la misma playa del mar de Galilea, donde su padre había sido pescador, y<br />

donde cada mañana atracaban las barcas descargando las redes a veces llenas de pescado que<br />

aún saltaba. Otras veces volvían vacías. Su familia tenía una pequeña barca, que no era<br />

suficiente para salir mar adentro a faenar, porque además de inestable cuando soplaba el viento,<br />

por sus apenas seis codos de eslora, tenían que untarle continuamente calafate, y achicar al agua<br />

para que no se fuese a pique. Su hermano mayor, como su padre en su no muy larga vida,<br />

trabajaba a jornal en las barcas grandes del lago de Genesaret. Últimamente era fijo con Zebedeo<br />

y sus hijos, con Simón y su hermano Andrés, como había sido su padre. Y así iban viviendo, sin<br />

grandes angustias, y sin grandes alegrías, salvo las que ellos mismos querían hacer grandes.<br />

El peor día de la familia, incluso más doliente que el de la muerte prevista del padre, fue aquel<br />

en que el pequeño Samuel, que apenas contaba cinco años, una mañana clara en primavera,<br />

subió al terrao alto de la casa de su vecino Zebedeo. Despacito, sin que nadie lo advirtiese, con<br />

la ilusión virgen de los niños que a cada instante esperan que ocurra lo más importante de su<br />

vida, se le ocurrió investigar una de aquellas grandes bolas de barro, pegada en el alero de<br />

pizarra que sobresalía del muro, donde entraban y salían las golondrinas, y de donde el niño<br />

recordaba que el año anterior habían salido unos polluelos. Primero habían sacado por el hueco<br />

del nido, las enormes bocas abiertas, bordeadas de amarillo, para que su madre las besara y en<br />

el beso les dejara algo. Después habían sacado el cuerpo entero, y antes de que el niño pudiera<br />

darse cuenta del milagro, se elevaron volando, formando tal algarabía, que todos los muchachos<br />

del barrio de la playa acudieron a observar.<br />

Ese año todavía no habían piado los polluelos, y las madres acaban de terminar el nido, con<br />

barro fresco. Para el pequeño Samuel, era el primer año en que se daba cuenta de la llegada<br />

anual de golondrinas, justo cuando empezaba a subir el sol de primavera, y los días se hacían

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