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Descargar libro - Manuel Requena

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Conocía el joven Josías a Jesús el naggar, el carpintero fino de Nazaret, hijo de José y de María,<br />

porque había hecho muchas de las ventanas y las puertas, de los muebles y decoraciones en<br />

obras de casas en que Josías había trabajado. Quizás había cruzado alguna palabra con él, pero<br />

Jesús, el carpintero de Nazaret, era hombre de pocas palabras cuando estaba trabajando. Se<br />

habían mirado, e incluso compartido en silencio algún almuerzo, o el descanso del trabajo, pero<br />

nada más. Aún así los dos se conocían. Desde la primera vez que lo vio trabajar, Josías sintió la<br />

confianza que se siente cuando se observa a alguien que sabe lo que está haciendo, y lo hace<br />

bien. Nunca se lo habían presentado como el esperado “Salvador de Israel”, pero cuando su<br />

nombre comenzó a sonar en la región como el de un gran taumaturgo, Josías supo que era el<br />

naggar de Nazaret, y aunque no creía que pudiera tratarse del Mesías esperado, tuvo confianza<br />

en él.<br />

Era primavera, y las crisis de su hijo se estaban manifestando ese año más severas que otros.<br />

Parecía que aquellos diablos estuviesen alborotados por alguna razón que el pobre no sabía. En<br />

medio de aquel agobio de trabajo y falta de salud, de buenas intenciones y falta de medios<br />

económicos, oyó que Jesús, el naggar de Nazaret, bajaba desde Cafarnaúm hacia Jerusalén.<br />

Josías estaba trabajando en la construcción de una casa nueva en Caná de Galilea, y bajaba<br />

cuantas veces podía a su valle de Iksar, entre Nazaret y Endor, a casi dos horas de marcha<br />

rápida. Su mujer Miriam, le mandó razón una mañana de que el niño estaba mal, él le mandó<br />

decir que subiera con el muchacho hacia al mar de Galilea por el camino de Naím, y que se<br />

encontrarían en el mismo camino. No le dijo lo que quería hacer, pero su esposa se fió de él y<br />

cogiendo al niño, salieron hacia el lago. No tuvo que andar mucho. Apenas se salía del pueblo<br />

de Naím, y a unos tres kilómetros de la puerta, el camino circundaba la falda del Tabor, y antes<br />

de empezar la curva que bordeaba el monte, cruzando la fértil región de trigos que empezaban<br />

a verdear, se encontró con Josías. Venía fatigado, cansado, pero no se detuvo un momento.<br />

Había visto el gentío a la falda del monte, y tomado la resolución de presentarse cuanto antes a<br />

Jesús. Quizás por vez primera en muchos años, Josías dio gracias a Yahvé, porque entre los<br />

discípulos del carpintero taumaturgo, estaba Tomás, al que Josías le había trabajado en la<br />

construcción de su casa en Betsaida. Conocía también a Felipe, y a Andrés el pescador. Cuando,<br />

sudando y corriendo con el muchacho y su esperanza a cuestas, llegó al grupo grande de la<br />

gente, buscó y saludó a sus amigos, contándoles lo que pretendía. Pero el Maestro no estaba allí.<br />

Había subido al monte a orar. A Josías le sudó la frente, como en los momentos más difíciles de<br />

su trabajo, cuando estaba encima de un andamio alto. Estaba aún excitado y resollante del<br />

camino, donde había cargado a su hijo en el último tramo, porque los síntomas de la crisis eran<br />

cada vez más claros y alarmantes. Jonás ya no era un niño. Pudo comprobar en la carrera que ya<br />

era un hombre y pesaba como un hombre. Por eso, cuando se presentó a su amigo Tomás y le<br />

contó lo que pasaba, ¡cómo lo vería el discípulo realista y práctico, que se atrevió a proponer a<br />

los otros discípulos la actuación inmediata! Incluso en ausencia del Maestro. Él los había<br />

enseñado a actuar solos, y decidieron hacerlo. Juntos los discípulos, ante toda la gente que se<br />

estaba reuniendo a su alrededor, le hicieron oraciones al Dios de su Maestro, le impusieron las<br />

manos al niño, le hicieron rezar también al propio Josías y a su esposa, pero no hubo resultado<br />

alguno. Aquello se estaba convirtiendo en un fracaso tremendo. El niño parecía más nervioso a<br />

cada momento, y entre las prisas del camino, el alboroto de la gente, y las risotadas y voces de<br />

los escribas y fariseos que habían aparecido como por encanto, los síntomas de la crisis<br />

epiléptica eran evidentes. Los intentos de aquellos buenos hombres no sirvieron de nada, y la<br />

impotencia de los apóstoles, incluso ante un diablo mudo, fue inmediatamente aprovechada por<br />

los escribas y fariseos para ridiculizar a la nueva secta. Es la estrategia humana de los fatuos de<br />

siempre. Las carcajadas de los maestros de la ley, que también eran médicos, se escuchaban

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