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Descargar libro - Manuel Requena

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Solo a dos muchachos jóvenes les dirigió la palabra el Maestro con la misma fórmula<br />

imperativa: “¡A ti te lo digo, levántate!” (SoiÁ le@gw, e¨geire). Y solo a ellos no les exigió la fe<br />

personal para intervenir de forma invasiva, con aquella autoridad que Él tenía, en sus vidas.<br />

Son precisamente al paralítico que hemos conocido como Samuel, y a la hija de Jairo, el<br />

arquisinagogo de Cafarnaúm, a la que resucitó de la muerte. El desenlace final de esas dos vidas<br />

lo dejo para la historia de la niña en el capítulo 9. Ahora solo adelanto que ambos muchachos ya<br />

se conocían de verse en la playa, donde escuchaba la niña las historias y cuentos de Samuel.<br />

Jesús de Nazaret se manifestó en ellos con todos los signos que después se llamaron<br />

`sacramentos', y que en ese estadio primero y limpio de la religión cristiana solo se llamaba aún,<br />

amor y fe.<br />

6.-EL HOMBRE DE LA MANO SECA<br />

La tesis de Jesús, escandalizante para los puristas de la Ley mosaica, de que el sábado está<br />

hecho para el hombre y no el hombre para el sábado, y que el hijo del hombre es también señor<br />

del sábado (Mc 2,27-28) necesitaba una confirmación fáctica entendible por sí misma,<br />

inapelable. Y el Maestro la dio.<br />

Entró de nuevo en la sinagoga. Había allí un hombre que tenía una mano seca-paralizada-Y<br />

estaban (los estrictos) acechando a ver si Jesús lo curaba en sábado, para acusarlo. Él dijo al<br />

hombre que tenía la mano seca:<br />

-"Levántate y ponte ahí en medio".<br />

Luego les pregunta:<br />

-"¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o destruirla?".<br />

Ellos callaban. Entonces, mirándolos con ira, y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al<br />

hombre:<br />

-"Extiende tu mano".<br />

La extendió y quedó sana. Los fariseos salieron y, con los herodianos, tomaron la resolución de<br />

acabar con él. (Mc, 3,1-6)<br />

--------<br />

* * *<br />

Solitario, silencioso, flaco, no muy alto pero lo suficiente como para hacerse notar, hasta su<br />

nombre griego lo hacía sentirse humillado delante de su pueblo. Se llamaba Eufrasio, y cuando<br />

se sentía observado, relajaba su mandíbula a la vez que le arqueaba las cejas, su cara se alargaba<br />

más aún de lo que la naturaleza se la había diseñado, imprimiéndole un deje de tristeza. A cada<br />

momento parecía que fuera a empezar a hablar, a quejarse o a llorar, pero nunca decía nada, ni<br />

se quejaba, ni lloraba. En silencio, su presencia humilde derramaba sin embargo en su entorno<br />

un ambiente de confianza, porque tenía una mirada inteligente de admiración más que de<br />

juicio. Su tez blanquecino amarillenta le daba un aspecto misterioso a su rostro que apenas<br />

asomaba enmarcado sobre sus ropas que parecían eternas, porque siempre eran iguales de color<br />

y de forma, aunque se las cambiara con frecuencia. Hubiera sido un magnífico modelo para el<br />

Greco. Una túnica sencilla y su manto siempre de un color ocre, ni claro ni oscuro, que le<br />

llegaba a la media pierna porque lo llevaba recogido permanentemente sobre la tullida mano<br />

derecha, ocultándola.<br />

Todos en el pueblo sabían que siendo niño había sufrido una de aquellas grandes fiebres que

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