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Descargar libro - Manuel Requena

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aquella mujer no había manera de negarle nada. A parte del carácter que tenía, fuerte y dulce a<br />

la vez, agrio y débil, y además de su belleza extraordinaria, ¡es que se sabía los secretos íntimos<br />

de medio Jerusalén! De los hombres y de las mujeres Conocía a todo el mundo, y todo el mundo<br />

la conocía a ella. Pensé que era capaz de contarle a mis jefes, o peor aún a mi mujer, alguna<br />

noche loca, en que dije que estaba de guardia, cuando en verdad no tenía servicio. Era lo más<br />

caro y sabroso de Jerusalén. ¿Es que sería familia del crucificado? Porque llegó llorando como si<br />

hubiera perdido parte de su vida, y esas mujeres nunca lloran por un hombre, ni siquiera<br />

cuando el hombre es su chulo. Antes bien, cuando muere el hombre que las explota, se sienten<br />

liberadas y felices, se sienten al fin libres otra vez. Yo lo sabía bien porque me tocaba casi todos<br />

los días tratar con esa gente. Aquello era muy raro. La mujer, que yo sabía acostumbrada a que<br />

le pidieran, a que le regalaran, a humillar a los hombres por un solo favor, ahora estaba de<br />

rodillas suplicando, pidiendo, llorando: ¿Dónde lo habéis puesto? !Dejad que me lo lleve! Debía de<br />

ser su hermano, porque había oído que tenía un hermano, pero también había oído que había<br />

muerto. ¿Sería su esposo? Desde luego las voces que daba, las carreras que emprendió yendo y<br />

viniendo, preguntándole a todos mis soldados, las lágrimas sinceras que se vieron inundando<br />

totalmente sus ojos, no le dejaban entender nada. Incluso al principio, dudé de que aquella<br />

mujer fuera la misma puta cara que había conocido hacía ya unos años.¡La gente puede cambiar<br />

y cambia! “Llorando la vi hablar con el joven de blanco, con el ángel, pero no pareció<br />

entender nada. Solo quería saber donde estaba el cuerpo de aquel hombre. ¡Como yo! Y de<br />

pronto ocurrió aquello.... Ella, que estaba llorando otra vez sobre la entrada de la tumba vacía,<br />

se volvió en dirección contraría a donde me encontraba, y preguntó algo a uno que había<br />

aparecido por el camino estrecho que llevaba al pequeño bosque donde estaba la tumba. Yo no<br />

pude oír bien lo que decían, porque me había retirado un poco hacia donde estaban sentados<br />

los soldados hartos de todo aquel embrollo, asustados y sin saber qué hacer, pero alcancé a ver<br />

cómo la mujer abrió sus enormes ojos de forma exagerada. Su boca se estiró casi de oreja a oreja,<br />

y dio un grito abierto que se oyó hasta en la torre Antonia del Pretorio, donde teníamos la<br />

guarnición: ¡Rabbuníiii! (¡Maestro mío!) El corazón me dio un vuelco. No podía ser. Ella le abrió<br />

los brazos y se aferró a su cuerpo como yo no había visto, ni he vuelto a ver jamás desde<br />

entonces abrazar a nadie. Allí parecía haber un solo cuerpo. Yo sabía que eran dos, pero se<br />

habían hecho uno, solo se veía uno. Ella se había perdido por completo en la plenitud de aquel<br />

abrazo. Me acerqué despacito por detrás, y cuando estaba llegando, oí que Él decía,<br />

-"Sueltame! Que aún no he subido a mi Padre! Vete, y dile a mis hermanos que subo a mi Padre y<br />

vuestro Padre. A mi Dios, que es vuestro Dios"<br />

Entonces ella reapareció de aquel abrazo, como si hubiese estado buceando en un lago. Y<br />

respiró profundo. Yo comprendí que el lago de donde volvía era un mar de amor y de vida. Y<br />

ya no volví a verla preguntar nada más, sino salir corriendo, porque habían llegado otras<br />

mujeres de aquellas que estaban en el Gólgota el viernes por la tarde, y aquello empezaba a<br />

llenarse de gente. Iban y venían, gritaban y lloraban.... nosotros los soldados no sabíamos qué<br />

hacer. Yo no quería dar parte todavía, porque en verdad, no sabía qué decir en el pretorio. El<br />

cuerpo que tenía que guardar, no estaba allí, eso era ya seguro. Pero con la misma seguridad<br />

podía jurar por mi honor de soldado, que era lo más alto que tenía entonces para poder jurar,<br />

que nadie se lo había llevado. No podíamos detener a nadie por eso. Entre unas cosas y otras,<br />

aquel Nazareno había arruinado mi vida militar. Pero lo curioso es que no tenía pena, era como<br />

si estuviese empezando una nueva vida, como si hubiese nacido de nuevo. Jerusalén y Roma<br />

habían caído para mí, antes de que nadie pensase que podían caer.Me sacaron de aquel<br />

atontamiento las voces de los mismos sacerdotes y fariseos que habían pedido al gobernador<br />

nuestra guardia en la tumba. Preguntaban a voces ¡¿Que ha pasado!? ¿Quien ha abierto la<br />

tumba? ¿Qué habéis hecho?¿Dónde está el cuerpo del Nazareno?..... Yo no supe mentir, y dije la

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