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Descargar libro - Manuel Requena

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expulsara la sangre de su óvulo primero.<br />

Jairo casi no se dio cuenta de lo que estaban haciendo con su hija. Aquellos días habían sido de<br />

un trabajo especial para él en sus tareas de hombre religioso y arquisinagogo, por la aparición<br />

en la playa de un personaje extraño. No era un maestro de la Ley, pero hablaba de Dios con una<br />

propiedad y cercanía, que nunca se había oído cosa igual. Y no solo hablaba, sino que actuaba<br />

también de una forma especial. No era médico, pero imponía las manos sobre la gente enferma,<br />

y se obraban curaciones milagrosas que tenían a la gente sencilla entusiasmada. Leprosos,<br />

tullidos, paralíticos, ciegos, endemoniados y toda clase de enfermos, estaban llegando al pueblo<br />

en caravana. El joven Maestro vivía en la playa con los pescadores, y el gentío se hacía cada vez<br />

más grande. Jairo llamó a su amigo Zebedeo, el pescador más antiguo del lago, al que tenía por<br />

hombre práctico y piadoso, y se informó de todo. El Maestro se llamaba Jesús, era de Nazaret, y<br />

se decía que era hijo de José el naggar, o carpintero fino, y sobrino de Cleofás y de María los<br />

cultivadores de madera. Pero Zebedeo estaba también desconcertado con todos los sucesos<br />

nunca vistos por allí, y no sabía bien a dónde iría a parar aquello. Sus propios hijos, Jacobo y<br />

Juan, habían dejado las faenas de pesca y se habían juntado con aquel hombre, haciéndose<br />

discípulos suyos; y lo más raro aún era que incluso el juicioso Simón, su socio ahora en la pesca,<br />

el dueño de las mejores barcas, aquel hombre rudo y huraño, pero honesto, también había<br />

dejado las redes y se había ido tras el Maestro Nazareno con su hermano Andrés. Parecía<br />

imposible, pero era cierto.<br />

El arquisinagogo supo entonces a qué se debía aquel gentío que había visto en la playa desde su<br />

terraza, y bajó a comprobarlo. Llegó a la playa, y Jesús estaba en pie sobre la barca de Simón y<br />

Andrés, apoyado en la proa, hablando desde allí a la gente sentada en la arena, a la orilla del<br />

agua. Jairo impresionado, por su cargo no quiso intervenir, y se quedó rezagado, pero a<br />

suficiente distancia como para escuchar al que todos llamaban ya el Maestro. Aquel hombre<br />

sabía lo que decía. No era posible que no hubiese estudiado la Ley, porque la citaba como si<br />

fuera suya, pero le daba unos matices nuevos muy especiales. Jairo, hombre abierto a lo sensato,<br />

pensó que el sitio de exponer esa doctrina era la sinagoga, donde hablan los hombres de Dios, e<br />

inspeccionar allí más en profundidad su ciencia y su conducta. Por eso, cuando acabó de hablar,<br />

Jairo se acercó a Jesús y lo invitó para asistir el próximo sábado a la sinagoga. Aceptó Jesús, y en<br />

su modo de mirarlo, Jairo sintió que ya conocía a aquel hombre. No recordaba dónde, pero lo<br />

había visto antes. Le era familiar su mirada y su forma de decir sí. Antes del sábado, recordó de<br />

qué lo conocía.<br />

Cuando llegó el sábado y el joven Maestro entró en la sinagoga, nunca se había visto tanta gente<br />

allí reunida un sábado normal. Incluso Juan el rico, el dueño de la fuente curativa de agua tibia<br />

y sulfurosa, y también, según se decía, de todos los prostíbulos hasta Jerusalén, estaba allí<br />

sentado en la primera fila, en su asiento especial. Jairo había preparado los <strong>libro</strong>s, y Jesús entró,<br />

subió al pequeño estrado donde estaba el atril y lo rollos, desenrolló el cilindro de tal forma, que<br />

parecía ser ese su oficio, y empezó a proclamar la Palabra. Jairo, que era un experto en la<br />

lectura, reconoció que nunca había oído a nadie leer de aquella forma. La impostación de la voz<br />

viril era perfecta. A pesar de estar la sala grande llena de tanta gente apretujada, se oía cada<br />

palabra con la misma fuerza en la primera fila que en la última. Como si cada sílaba estuviera<br />

envuelta en terciopelo, solo escucharla, sin ni siquiera llegar a entenderla, producía un efecto<br />

especial de sedación. Y no solo era el tono, sino el ritmo, la cadencia que daba a cada frase, y<br />

aquella forma de servir el texto como en una caricia de la voz. No era un hombre leyendo la ley,<br />

sino la Palabra de Dios diciéndose a sí misma. Sin comentario alguno posterior a la lectura,

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