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Descargar libro - Manuel Requena

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momentos. No supo como, pero en medio de la impotencia, sintiéndose indefenso delante de<br />

Yahvé, se acordó del Maestro Nazareno. Le habían advertido los escribas que tuviera mucho<br />

cuidado con él, que no era de fiar. Que se mezclaba con la gente del pueblo, sin discriminar si<br />

eran nobles o plebeyos, justos o pecadores. Que menospreciaba el sábado haciendo en él los<br />

mismos trabajos que hacía en la semana. Curaba a los tullidos y les mandaba cargar con la<br />

pesada camilla a ellos mismos, ¡nada menos que el día del Sahbat! Como si no hubiera seis días<br />

en la semana para hacer todo aquello. Hasta pensaban que los milagros que hacía, y los<br />

demonios que expulsaba, eran virtud del poder de Satanás del que seguramente estaba poseído.<br />

¡Mucho cuidado con volverlo a dejar entrar en sinagoga alguna! Después del espectáculo que<br />

dio cuando se enfrentó con descaro a la doctrina santa de Israel poniendo en duda que la ley del<br />

sábado era sagrada y cosa de Dios, no se podía aceptar por ningún jefe de las sinagogas del<br />

Israel de Yahvé, que un hombre sin instrucción alguna, antepusiera las personas tullidas,<br />

enfermas y pecadoras, a las leyes del descanso sabático. No se podía aceptar que comiera en<br />

casa de los pecadores, ¡sin ni siquiera lavarse las manos antes de comer! No podía ser que se<br />

dejase tocar por prostitutas, y por gente impura, y luego entrar tan fresco en la sinagoga, y decir<br />

que Yahvé era su Padre.... Jairo había oído toda la perorata, pero su intuición religiosa,<br />

adquirida más en su terraza que en las escuelas, descubría en ella algo que no encajaba bien con<br />

un corazón justo. Usando solo la sensatez más ordinaria, más de la calle, pero humana, no podía<br />

dar razón a las condenas de aquellos superortodoxos de la Ley y de las reglas. Por otro lado su<br />

estricta formación saducea le obligaba a tener en cuenta aquellos pareceres de los líderes que<br />

tenían vía directa con el poderoso sanedrín de Jerusalén, y con lo sumos sacerdotes. El corazón<br />

de Jairo, el arquisinagogo de Cafarnaúm, fue el primer foro donde tuvieron un enfrentamiento<br />

vital la Ley y el amor. La palabra viva y las reglas muertas. Y en él venció el amor. Encorvado<br />

sobre la baranda de piedra de su hermosa terraza, Jairo parecía más viejo y cansado que nunca.<br />

Su pelo se había puesto más blanco en solo unos días, y unas bolsas que abultaban sus ojeras,<br />

eran indicio claro de su dolor, de sus lágrimas, de su preocupación, de su fe y de su duda. Se<br />

puso totalmente en manos de su Dios, y se acordó también de Job, el patriarca, “Dios me lo<br />

regaló, y Dios me lo pide..... Hágase en mi hija y en mí lo que Él diga.” Se tapó la cara con las<br />

manos, y se puso a llorar.<br />

Lo curioso de aquel llanto, como contaba el mismo Jairo mucho tiempo después, es que no fue<br />

de rabia, ni de impotencia. Era un llanto tranquilo y casi dulce, como el de un marino<br />

aventurero que hubiera descubierto una tierra nueva, o el del astrólogo que ve una nueva<br />

estrella. Entre sus lágrimas alzó la vista y vio unas barcas cruzando el lago desde la otra orilla<br />

hacia Cafarnaúm. Vio también mucha gente corriendo por la orilla hasta la playa que servía de<br />

embarcadero frente a la cabaña de Zebedeo, y supo enseguida lo que estaba pasando. Regresaba<br />

el Maestro nazareno. Jairo agarró sus dudas, las palabras sensatas de los sensatos e ineficaces<br />

escribas saduceos, los escrúpulos de ley que como piedras pesaban en su alma, y los dejó caer<br />

desde su altura de terraza en la que estaba viendo a Jesús que se acercaba, con la misma rabia y<br />

fuerza contenida con la que había arrojado los remedios y la piel del lagarto a la letrina del<br />

barranco.<br />

Entró en la casa, se vistió su túnica talar de las grandes ocasiones, se puso el manto de las orlas<br />

grandes, con todas las filacterias, y los tefilim que le colgaban campaneando también en la<br />

frente y los brazos, se colocó el solideo de magnífico bordado, cogió el gran báculo de plata<br />

hecho especial a la medida de su alta figura, y salió dando enormes pasos de más de un metro<br />

cada uno, hasta la orilla de la playa. Los que veían pasar aquella figura, imponente no solo en<br />

sus vestidos, sino en la decisión que mostraba en el andar, en su mirada fija hacia delante sin

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