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DESPUES DE LA LLUVIA - Rebelión

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e incluso los anillos, que eran recogidos en cajones de manzanas. El mismo expolio al que<br />

los nazis sometían a sus víctimas. Después anotaban su identidad, mientras otros soldados<br />

les golpeaban con linchacos.<br />

Sólo podían abandonar las gradas de manera esporádica para ir a los lavabos y su única<br />

alimentación consistía en una o dos tazas de té diarias pues las escasas raciones de sopa o<br />

porotos no alcanzaban para todos. La atmósfera de terror era asfixiante porque, además de<br />

las ejecuciones, los militares cegaban a los prisioneros con potentes focos o les apuntaban<br />

con reflectores para impedirles dormir y en ocasiones incluso llegaban a disparar las ametralladoras<br />

(las “sierras de Hitler” las llamaban) situadas en la parte alta. También los gritos<br />

desgarradores de los torturados estremecían al resto de los detenidos. Pero no merecían otra<br />

cosa según el comandante del Estadio, quien les explicó que estaban allí por orden de la<br />

junta y les advirtió de que no les consideraban “seres humanos” o “ciudadanos”, sino “marxistas”<br />

o “comunistas” y por tanto carecían de todo derecho, según declaró el sociólogo Marcos<br />

Roitman, entonces estudiante de la UTE, ante el juez García Castellón en mayo de 1997.<br />

Muchos detenidos aún recuerdan a un oficial especialmente cruel que hacía llamarse<br />

“el príncipe”, a quien Rolando Carrasco describió así: “Un príncipe rubio de ojos verdes,<br />

alto, fornido. Ajustado en la talla del uniforme militar portaba a manera de cetro un ‘linchaco’<br />

flexible y dócil a sus requerimientos. Cabeza esférica de pelo casi rapado. Pretendía afirmar<br />

su virilidad en la potencia y sonoridad de su voz de barítono. (...) Cuando nos habló la<br />

primera vez apartó el micrófono conectado al potente equipo de amplificadores del Estadio<br />

Chile: “¿Me escuchan los de abajo...?”. “Sí”. “¿Me escuchan allá arriba...?”. “Sí”. “¿Me<br />

escuchan bien en aquel rincón?”. “Sí”. “¿Me escucha la cloaca extranjera?”. “Sí”. “Tengo<br />

voz de príncipe”.<br />

Este oficial ordenaba dónde debía situarse cada grupo de prisioneros, previa invectiva<br />

antimarxista, racista y xenófoba: “Se acabaron los sindicatos, señores, y el desorden. Ahora<br />

habrá que trabajar y producir. No más mítines y desfiles. Tampoco aceptaremos nunca más<br />

a los extranjeros en nuestro territorio. Resaca venida de otras tierras no la queremos. Que se<br />

guarden sus inmundicias en sus países. ¿Escuchó la cloaca extranjera? Nuestra raza chilena<br />

es noble y bella. Debemos limpiar nuestra sangre de las mezclas inferiores que la estaban<br />

degenerando. Fuera los judíos y los negros ¡sí señores! Estamos sepultando para siempre el<br />

marxismo y a ustedes marxistas despreciables, óiganlo bien. No sé lo que van a hacer con<br />

ustedes, pero mientras permanezcan en mis manos, les daré lecciones que nunca olvidarán.<br />

(...) ¿No entienden que ustedes no son nadie...? ¿Nada? Prisioneros de guerra. Esa es su<br />

condición. Bazofia. Excremento. Menos que animales”. 73<br />

El 13 de septiembre Joan Jara recibió una llamada: “Acabo de salir del Estadio Chile.<br />

73 Carrasco, Rolando: Prigué. Prisionero de guerra en Chile. Ediciones “Aquí y Ahora”. Santiago de Chile,<br />

2000. pp. 47-51.<br />

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