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CAPÍTULO 8 145<br />

LA CAÍDA DE KABUL Y LA FORMACIÓN DE LA OPOSICIÓN A LOS TALIBÁN<br />

a hostigar directamente a Masud en el valle del Panshir. Como<br />

consecuencia de su ofensiva, muchos tayikos huyeron, ya sea hacia<br />

Kabul, ya sea hacia el interior del valle. El éxodo fue enorme. En<br />

pocas semanas dejaron esas tierras un mínimo de 100.000 personas.<br />

Aunque algunas fuentes aluden a que sobrepasaron las 200.000. Según<br />

algunos observadores esto fue provocado por los talibán con el fin de<br />

causar un daño irreversible a la economía del último reducto de<br />

Jamiat-e-Islam: “los vecinos tayikos de Shomali fueron simplemente<br />

expulsados en masa para que Masud no pudiera volver a confiar en la<br />

riqueza de su tierra” (Griffin, 2001: 346). En las semanas siguientes<br />

los talibán siguieron una política de “tierra quemada” en lo que hasta<br />

entonces había sido una de las zonas más fértiles de Afganistán.<br />

Masud se rehizo y obligó a los talibán a retroceder. Pero el daño ya<br />

estaba hecho. Y las crónicas lo culpan del hambre que en el invierno<br />

siguiente se pasó tanto en el Panshir, como en la propia Kabul<br />

dominada por los talibán.<br />

La sombra de la limpieza étnica se reflejó como nunca en las<br />

llanuras de Shomali, dado el impacto de esa ofensiva. Pero los<br />

cooperantes occidentales que estaban sobre el terreno cuentan que las<br />

redadas, aunque de menor entidad, no eran precisamente<br />

excepcionales en el año 1999. Así, por ejemplo, en un pueblecito<br />

hazara cercano a Herat, en marzo de 1999, los talibán entraron y se<br />

llevaron a punta de fusil a todos los varones adultos. Nunca más los<br />

volvieron a ver con vida. Poco después, los propios talibán entraban y<br />

salían de ese pueblo con total impunidad asaltando propiedades y<br />

violando mujeres. Algunos delincuentes comunes se sumaron a ese<br />

triste espectáculo. Cuando el mulá responsable de esas atrocidades fue<br />

interpelado acerca de si el Islam era o no respetuoso con los derechos<br />

humanos más elementales, éste adujo que sí, que por supuesto que lo<br />

era. Pero añadió que “los hazaras no son humanos, son asnos” (Raich,<br />

2002: 124). Este ejemplo pudo haber pasado desapercibido, de no ser<br />

porque un occidental dedicado a la ayuda humanitaria, que además<br />

hablaba dari, fue parado por un anciano de ese pueblo. Claro que es de<br />

suponer que otros muchos sucesos similares habrán pasado<br />

inadvertidos a la opinión pública. Esa era, en todo caso, la cruda<br />

realidad de un Afganistán que, pese a los indiscutibles esfuerzos del<br />

mulá Omar, a esas alturas del siglo XX estaba bastante más cerca del<br />

infierno que del cielo.

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