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dedicatoria

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envidiable opulencia de las comunidades religiosas, cuya bonanza se manifestaba en los<br />

muros de los templos forrados de oro, y en la magnificencia de las contribuciones que<br />

hacían al Rey de España, se acentuaba la extrema pobreza en que yacía la gente, debido<br />

a las pequeñas parcelas de terreno que habían logrado retener de la conquista.<br />

Es la época en que las comunidades religiosas se convierten en verdaderas empresas<br />

terratenientes, por lo cual mientras en 1746 el Cabildo impedía que el estado eclesiástico<br />

haga más adquisiciones de casas o haciendas, pues se temía que se apropien del<br />

territorio, las órdenes de monjas acogían en su severa clausura a las jóvenes, con o sin<br />

vocación. Bastaba con que una mujer hubiera enviudado o demorado en casarse para que<br />

terminara en un convento, con su comitiva de criadas si provenía de una familia<br />

acomodada.<br />

Realmente, la influencia de los 400 clérigos era más importante de lo que permitía<br />

suponer su número, “eran poderosos porque las iglesias regulares y seculares acaparaban<br />

haciendas y talleres, recibían rentas, usufructuaban de tierras y de las fortunas de las<br />

religiosas, y a su vez, otorgaban préstamos con intereses” 95 . Habiéndose enriquecido, las<br />

órdenes pudieron ostentar su poder por medio de imágenes y ornamentos<br />

arquitectónicos, y sus templos convertirse en verdaderos museos de arte, pintura, y<br />

escultura, llenos de obsequios, decoración y otros presentes, gracias a la actitud generosa<br />

y a las donaciones de oro y plata que recibía de sus feligreses.<br />

Las campanas sonaban y resonaban de una calle a otra, de un convento a otro, marcando<br />

el ritmo de la vida cotidiana. Las fiestas religiosas dominaban, estructuraban el tiempo y<br />

brindaban una educación general más eficaz que las escuelas; imperaba una vida de<br />

culto religioso conforme al calendario litúrgico impuesto por la Iglesia Católica para sus<br />

fiestas ordinarias. Se intercambiaban favores terrenales por beneficios celestiales de los<br />

ángeles y santos, cuyas estatuas se hallaban recubiertas de oro. Los indígenas hacían sus<br />

propias procesiones, aunque entrado el siglo XVIII, el arrebato barroco traiga consigo<br />

95 COLLIN, Anne, Quito. La ciudad del volcán, 1ª Edición, Ediciones Libri Mundi, Quito, 2001, Pág. 103.<br />

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