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dedicatoria

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Antiguamente la forma de enterrar a un muerto consistía en “colocarlo sobre unas andas<br />

de palos, capaces de que pos sus extremos podían levantarlo y transportarlo cuatro<br />

personas, se le cubría con una manta fúnebre, y se lo llevaba a velarlo en la iglesia<br />

respectiva” 144 , donde por rito, se le celebraba la misa de honras a las 09h00 de la<br />

mañana, y se lo dejaba permanecer hasta que venga la noche. Entonces, se organizaba<br />

una procesión fúnebre con velas encendidas y se lo trasladaba al cementerio respectivo,<br />

para enterrarlo, en tierra o en el suelo. Las criptas o nichos, laterales, solamente los había<br />

en las iglesias mayores y conventos.<br />

Más tarde, la forma de enterrar al difunto sufre algunas variaciones; como la velación<br />

ahora duraba tres días, se le añadía cal viva para que aguante; para trasladarlo desde la<br />

casa a la iglesia, se le llevaba en hombros, y desde la iglesia al cementerio, en carrozas.<br />

El número de caballos que soportaban la carrozas iba de acuerdo con la posición social y<br />

económica: dos caballos reflejaban el nivel pobre de la gente, doce caballos un nivel más<br />

pudiente.<br />

Así eran los servicios mortuorios en Quito, hasta que en 1872 se inauguró un nuevo<br />

cementerio, no público, sino de carácter particular, creado en obra conjunta por la<br />

Hermandad de Beneficencia Funeraria, de los padres dominicos, y por la Hermandad<br />

Seráfica, de los padres franciscanos, para sepultar allí a sus socios o fallecidos. Este<br />

cementerio inicialmente se le denominó Cementerio o Panteón de las Hermandades<br />

Funerarias, pero por hallarse junto a la plazuela del Convento de San Diego, recibió el<br />

nombre popular y no oficial de Cementerio de San Diego.<br />

Fue también por la Hermandad de los Padres Dominicos cuando se conoció el uso del<br />

cajón de madera o ataúd para enterrar a los cadáveres de humanos, que consistían en<br />

toscas armaduras de madera, como jabas, casi sin fondo, para acomodar allí dentro al<br />

cadáver y poder fácilmente introducirlo en los nuevos nichos que había construido, por<br />

economía de espacio.<br />

144 ANDRADE M, Luciano, La lagartija que abrió la calle Mejía. Historietas de Quito, Quito, 2003, Pág.<br />

193.<br />

208

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