Lo que los cronistas llamaron «traición a la patria» no fue sino la muerte a lanza que sedaba en un malón al cacique en connivencia con los españoles para entablar alianza conellos o permitirles establecer en sus tierras fuertes o iglesias. Pero el atacado presentaba amenudo resistencia y rechazaba la embestida; en otras la retribuía en una oportunidadfavorable. Eran estos ataques los malones que podrían clasificarse como políticos omilitares. Hasta en el siglo XIX se daban malones a los jefes de familia que vendían ocedían terrenos de su jurisdicción para fundaciones militares, de <strong>pueblo</strong>s o de misioneros.La idea de patria grande, nacional, no cabía en la comprensión indígena, tanto por laconstitución mental como por la social. La comunidad consanguínea constaba de unafamilia o de varias. La cohesión de todas las unidades familiares era sólida, cerrada a todaobligación extraña e independiente para vivir, atacar y defenderse. Cuanto estaba fuera delos límites del clan, no interesaba a sus miembros; al contrario, todo lo que existía más allásignificaba acechanza, hostilidad continua. Habría sido un hecho insólito, imposible, que unindividuo traicionara a su propia familia. Si se confederaban algunas tribus para resistir aun enemigo común, los caciques no perdían su libertad para retirarse con su gente delcampo de operaciones, y esto no importaba una traición para nadie sino para algunos uncapricho reprensible a veces.La adhesión sin contrapeso al pasado ha contribuido a que el robo encabece el cuadro de losactos reputados por los indios modernos perjudiciales y odiosos, que provocaban la acciónvindicativa del agregado familiar. Era gravísimo atentado, porque iba contra la propiedadcomún, considerada inviolable, un tabú (cosa prohibida) en cuanto a espacio geográfico,habitación y ganado. Causaba menoscabo en el bienestar, en el alimento y la existenciamisma de todos los miembros del conjunto de parientes; de ahí la emoción profunda deodio y de venganza que agitaba el ánimo de la colectividad un robo cualquiera, mucho máscuando asumía proporciones de consideración.Seguían en gravedad la muerte por hechicería, el homicidio en persona de prestigio y eladulterio, clasificado entre los robos de alto valor. Los demás actos delictuosos seconsideraban simples perjuicios materiales, aceptados como corrientes y subsanables por lacompensación; tales eran las heridas, el infanticidio, las injurias, las deudas y los actoscontrarios a las buenas costumbres, dicho esto último en conformidad a la moral y lalegislación civilizadas.Tal vez, en la totalidad de las colectividades aborígenes de América, el robo eraconsiderado como acto odioso y punible cuando se ejecutaba en detrimento del congregadode parientes, pero no cuando perjudicaba a extraños, principalmente a una tribu rival y a losextranjeros. Entonces asumía la importancia de un botín de guerra o de una acción loableque enaltecía a quien lo realizaba.Este mismo criterio dominaba en las agrupaciones araucanas. <strong>El</strong> robo hecho entre unidadesemparentadas de una misma sección geográfica se calificaba como una malévolaapropiación, que merecía un pago estricto e inmediato. Cuando se practicaba en lapropiedad de tribus no ligadas por parentesco, se reputaba como legítimo, digno de llamarla atención y de merecer elogios a la habilidad del ejecutor. Caía sobre éste la irritadadesaprobación de todos si se practicaba un mal robo, esto es, si se dejaba sorprender o si no
procedía de manera habilidosa, sin provocar sospechas y esquivando huellas quecomprometieran a la comunidad. <strong>El</strong> aplauso al ejecutor se exteriorizaba, sobre todo, cuandoel perjuicio iba contra el extranjero o una agrupación antagónica. Entonces el robo tenía unmérito más, se reputaba lícita y lucrativa represalia de los daños causados por esosenemigos.Los indios tenían un procedimiento para castigar al ladrón (hueñefe) de tribu extrañasorprendido en flagrante delito y otro para el que no había sido descubierto. <strong>El</strong> primerosufría en el mismo sitio en que se le sorprendía o cerca de la casa del cacique ellanceamiento, ejecutado por un grupo de mocetones. Sólo una promesa seria y garantida depagar una cantidad determinada a plazo fijo, lo ponía a cubierto de recibir la última pena oheridas graves. No gozaba de estas franquicias del resarcimiento futuro el ladrón de niños,rapto frecuente en la guerra con los españoles y ejecutada por los indios auxiliares para laventa de esclavos; se le lanceaba en el acto. Para descubrir el hurto de autor ignorado serecurría a las prácticas mágicas, entre las cuales figuraba en primer término la adivinación.Se comprende que en una sociedad agrícola y ganadera fuese el robo de animales másfrecuente que cualquiera otro, tanto por el valor monetario que representaban, cuanto por lafacilidad que había para hacerlos desaparecer por el consumo de la carne o paratransportarlos rápidamente a lugares distantes. Los indígenas extremaban por esto suvigilancia al ganado: noche y día el ojo de los cuidadores estaba sobre los bueyes, caballosy ovejas; se especializaban algunos individuos en esta faena por su perspicacia de aves derapiña para atisbar a la distancia o en la oscuridad y para percibir ruidos muy leves. Seturnaban estos vigilantes durante la noche cerca del corral para impedir la desaparición dealgunos animales. Todavía se toman muchas precauciones, sin las que en pocos díasquedarían vacíos los corrales y los campos de la familia.En conformidad al elemento de lo portentoso y recóndito que actuaba en la mentalidad delos araucanos y trascendía a todos sus actos, acostumbraban ocultar en el interior o en lapuerta de los corrales, piedras brujas de variadas formas, que tenían la virtud de impedir lafuga del ganado y de entrabar la acción de los ladrones.A pesar de tanto atisbo, cualquier descuido de los vigilantes era aprovechado por losladrones para deslizarse por entre los árboles, arrastrarse por el pasto y lacear con prestezaalgún buey o correrlo fuera del terreno de los dueños.No sorprendido el autor del hurto, comenzaban las diligencias para descubrirlo. La primeraconsistía en seguirle el rastro al animal. Entre los araucanos, como entre todas lascolectividades aborígenes, se manifestaba muy desarrollada la retentiva de las imágenes deforma, que permitía seguir la huella de personas y animales al través de los caminos, de laarena y la yerba de los campos. Había hombres sobresalientes en esta memoria visualmotora,que se utilizaba cuando el común de la gente perdía la huella; se llamabanpünontufe, rastreadores. Hasta algunas mujeres poseían esta facultad extraordinaria. Se lasbuscaba con mucha solicitud para que hicieran aparecer animales perdidos o robados, y selas reputaba como videntes o adivinas. Maniobraban gesticulando misteriosamente ydirigidas por un individuo que les iba diciendo: «anda, anda, busca». La mujer, en unestado hipnótico, probablemente simulado, obedecía y llegaba hasta el fin.
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