Provenía del hábito o deber social de las familias emparentadas de cederse recíprocamentearmas, instrumentos y víveres y de auxiliarse en las faenas periódicas de siembra, de pesca,construcción de casa, etc. En esa época los indios viajaban poco, rara vez se apartaban desus zonas.En las generaciones siguientes, cuando viajaban más por la adopción del caballo y lasnecesidades de la guerra, se extendió a todos los individuos de la raza y a los extranjerosque por alguna circunstancia excepcional entraban al territorio, como los comerciantes.Hospedaban a las personas de cualquier orden de representación y a las autoridades porhaberlos honrado con su visita.Se ejercía mediante cierto formalismo a que estaba obligado el huésped: éste se detenía a lallegada de la casa y no podía desmontarse ni penetrar a ella sin el previo saludo con el jefede la familia, informaciones sobre su persona y procedencia y sin la invitacióncorrespondiente. En el interior de la habitación se le recibía con agrado y las mujeres leponían delante, antes que otra cosa, un tiesto con agua y harina tostada. Lasmanifestaciones de bienvenida y los preparativos tomaban mayor actividad cuando setrataba de algún cacique.<strong>El</strong> dueño de casa quedaba sentado al frente del forastero, pariente o desconocido, ycomenzaba entre los dos el pentecun o ceremonia de saludo. Hablaba el recién llegadosobre las novedades últimas o ya distantes de su tierra, y en esta relación se mezclabangenealogías de familias y otros datos referentes a ellas; enseguida contaba las noticias quehabía venido recogiendo en las reducciones del camino. Contestaba al dueño de casa: decíael estado de salud de los suyos y sus vecinos, cómo se hallaban sus siembras y las de losparientes, a los cuales enumeraba entremezclando, asimismo, noticias sobre sus vidas.Semejante formalidad resultaba en ocasiones demasiado larga, según las novedadesrecientes y los detalles que los interlocutores introducían en sus arengas.Por lo común, el contenido de la hospitalidad se reducía a los alimentos y al albergue. Lasmujeres servían los guisos y licores disponibles al forastero, al jefe de la familia y demáshombres; si era persona de distinción, se mataba para él un animal, y solía haber festejos ybailes, con mucho consumo de licor. Nunca solicitaban este hospedaje las mujeres, conquienes no habrían podido llenarse las formalidades usuales.Tanto en la hospitalidad colectiva del grupo familiar como en la más general de todo elterritorio, obligaba la reciprocidad, y la omisión de este deber traía a menudo conflictospersonales y hasta de familias.<strong>El</strong> agasajo es una deuda. Martín Cayuleo, jefe de una familia de Collimallin, cerca deTemuco, había obsequiado mucho en una ocasión a un tal Cayuqueo, de Imperial. Fueaquél un día a ese <strong>pueblo</strong> y se encontró con su conocido; Cayuqueo fingió no conocerlopara evadir el gasto. Al correr de algunos meses, se encontraron fuera del juzgado deTemuco. Cayuqueo fue a saludar a Cayuleo, pero éste no le dio la mano y lo trató de«bolsero», que no pagaba las deudas de honor. Cayuqueo enteramente corrido, no contestóuna palabra y se retiró del grupo de <strong>mapuche</strong>s.
Entre los españoles la hospitalidad era un sentimiento superior de benevolencia, querevestía el carácter de virtud prescrita por la religión, de amor al prójimo, y no de un debersocial, interesado.Tampoco fue la compasión entre los araucanos un sentimiento bien desarrollado. No serepresentaban de un modo sensible la desgracia y el dolor ajenos. No conocían la caridad nila piedad en la forma de las sociedades civilizadas; cada familia subvenía a las necesidadesde sus miembros y nada más. Ignoraban los medios de aliviar a los que se hallabanextraordinariamente bajo el peso de una catástrofe local: nunca se vio que en una tribu seorganizaran cuadros auxiliadores para ir a socorrer a otra donde hacía estragos unaepidemia.Hay igualmente mucha diferencia entre la concepción del pudor de una y otra raza; el de lascomunidades americanas no puede juzgarse con el criterio civilizado.La desnudez no se consideraba como impúdica entre los aborígenes que la usaban pornecesidad climatérica o por costumbre. Un cronista decía de las tribus del Orinoco:«Muchos misioneros han llevado lienzo, especialmente a las mujeres para alguna decencia;pero en vano, porque lo arrojan al río o lo esconden por no taparse, y reconvenidas para quese cubran, responden:-No nos tapamos porque nos da vergüenza.Se creían andar desnudas no pintándose el cuerpo o no encubriéndolo con una capa deaceite.En todas las tribus desnudas de América no se conceptuaba la desnudez como impúdicasino la falta de pintura o tatuaje del cuerpo. Esta exhibición era un hábito, y enconsecuencia, no provocaba el deseo fisiológico que proviene de la novedad delespectáculo en los <strong>pueblo</strong>s cultos, acostumbrados a la mujer velada por el traje.En las colectividades civilizadas, como los españoles de la conquista, el pudor traía suorigen de ideas abstractas, como la virtud, belleza moral, castidad, etc. Revestía formasdiferentes, desarrolladas y más complejas que en las comunidades americanas.Como concepto abstracto, el pudor español requería elementos intelectuales y el indígenaestaba reducido a usos y costumbres. <strong>El</strong> primero, como concepto muy relativo, habíaevolucionado de un modo lento, o mejor dicho, tardío; el otro estaba en su períodoprimario, en vías de formación.Entre los aborígenes como entre los civilizados, el pudor era más sentido por las mujeresque por los hombres.Los araucanos antiguos, aunque en menor escala que otras poblaciones aborígenes delcontinente, no estaban exentos de esta realidad desnuda, pues, por falta de lana, su vestuariono alcanzaba a cubrirlos por completo; andaban a medio vestir, y esta circunstancia nomerecía la reprobación de los mejor trajeados.
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