La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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IX<br />
Fabricio estaba excitado por las palabras <strong>de</strong>l anciano, por la profunda atención y por el extremado<br />
cansancio. Le costó trabajo dormirse, y las pesadillas, acaso presagios <strong>de</strong>l porvenir, le perturbaron el<br />
sueño. A las diez <strong>de</strong> la mañana le <strong>de</strong>spertó la trepidación general <strong>de</strong>l campanario; un tremebundo<br />
estruendo parecía venir <strong>de</strong>l exterior. Se levantó espantado y creyó llegado el fin <strong>de</strong>l mundo; luego pensó<br />
que estaba preso. Necesitó algún tiempo para reconocer el sonido <strong>de</strong> la campana gran<strong>de</strong> que cuarenta<br />
campesinos ponían en movimiento en honor <strong>de</strong>l gran santo Giovita; habrían bastado diez.<br />
Fabricio buscó un lugar conveniente para ver sin ser visto; se dio cuenta <strong>de</strong> que, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> aquella gran<br />
altura, su mirada se hundía en los jardines y hasta en el patio interior <strong>de</strong>l castillo <strong>de</strong> su padre. Lo había<br />
olvidado. <strong>La</strong> i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> aquel padre que llegaba a los confines <strong>de</strong> la vida cambió todos sus sentimientos.<br />
Distinguía hasta los gorriones que buscaban unas migas <strong>de</strong> pan en el gran balcón <strong>de</strong>l comedor. «Son los<br />
<strong>de</strong>scendientes <strong>de</strong> los que antaño amaestré yo», se dijo. Aquel balcón, como todos los <strong>de</strong>más <strong>de</strong>l castillo,<br />
estaba lleno <strong>de</strong> naranjos en macetas <strong>de</strong> barro más o menos gran<strong>de</strong>s. Esta contemplación le enterneció;<br />
aquel patio interior, ornado con las sombras <strong>de</strong> los árboles, bien <strong>de</strong>stacadas por un sol <strong>de</strong>slumbrador, era<br />
verda<strong>de</strong>ramente grandioso.<br />
Volvió a pensar en la <strong>de</strong>clinación <strong>de</strong> su padre. «Pero es verda<strong>de</strong>ramente extraño —se <strong>de</strong>cía—; mi<br />
padre me lleva sólo treinta y cinco años; treinta y cinco y veintitrés no son más que cincuenta y ocho.»<br />
Sus ojos, fijos en las ventanas <strong>de</strong>l cuarto <strong>de</strong> aquel hombre severo que nunca le había querido, se llenaron<br />
<strong>de</strong> lágrimas. Se estremeció, y un frío repentino le corrió por las venas cuando creyó reconocer a su padre<br />
atravesando una terraza adornada <strong>de</strong> naranjos y al nivel <strong>de</strong> su cuarto; pero aquel hombre no era más que<br />
un criado. Justo <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong>l campanario, numerosas muchachas vestidas <strong>de</strong> blanco y divididas en varios<br />
grupos trazaban dibujos con flores rojas, azules y amarillas en el suelo <strong>de</strong> las calles por don<strong>de</strong> iba a<br />
pasar la procesión. Pero otro espectáculo atraía más vivamente el alma <strong>de</strong> Fabricio: <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el<br />
campanario, abarcaba su mirada los dos brazos <strong>de</strong>l lago a una distancia <strong>de</strong> varias leguas, y esta vista<br />
sublime le hizo olvidar todas las <strong>de</strong>más; <strong>de</strong>spertaba en él los más elevados pensamientos. Todos los<br />
recuerdos <strong>de</strong> la infancia le vinieron en tropel a la mente; y aquel día que pasó preso en un campanario fue<br />
acaso uno <strong>de</strong> los más hermosos <strong>de</strong> su vida.<br />
<strong>La</strong> placi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> ánimo le llevó a una elevación <strong>de</strong> pensamiento bastante ajena a su carácter; tan joven<br />
como era, consi<strong>de</strong>raba los acontecimientos <strong>de</strong> la vida como si hubiera llegado ya a su último límite. «<strong>La</strong><br />
verdad es —se dijo al fin <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> varias horas <strong>de</strong> ensoñaciones <strong>de</strong>liciosas— que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> mi llegada a<br />
<strong>Parma</strong> no he gozado un momento <strong>de</strong> alegría tranquila y perfecta como la que sentía en Nápoles galopando<br />
por los caminos <strong>de</strong> Vomero o corriendo por las riberas <strong>de</strong> Miseno. Todos los intereses tan complicados<br />
<strong>de</strong> esa pequeña corte perversa me han vuelto malo como ella… No siento en absoluto el placer <strong>de</strong> odiar,<br />
y hasta creo que sería para mí un triste placer el <strong>de</strong> humillar a mis enemigos, si los tuviera… Pero yo no<br />
tengo enemigos… ¡Alto! —se dijo <strong>de</strong> pronto—, tengo un enemigo: Giletti. Es singular —prosiguió—: el<br />
placer que experimentaría en que el diablo se llevara a ese hombre tan feo sobrevive a la afición, muy<br />
ligera, que sentía por la pequeña Marietta… No vale, ni con mucho, lo que la duquesa <strong>de</strong> A*** a quien<br />
tenía yo la obligación <strong>de</strong> amar en Nápoles, puesto que le había dicho que estaba enamorado <strong>de</strong> ella.<br />
¡Dios santo, cuántas veces me he aburrido durante las entrevistas que me concedía la hermosa duquesa!;<br />
no ocurría lo mismo cuando Marietta me recibió dos veces y durante dos minutos cada vez en un cuartito