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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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que, impulsado como por una fuerza sobrenatural, llegó a colocarse audazmente entre dos centinelas<br />

bastante cercanos. Desenrolló con calma la cuerda gran<strong>de</strong> que llevaba en torno al cuerpo, y que se le<br />

enredó dos veces; necesitó bastante tiempo para <strong>de</strong>senredarla y <strong>de</strong>jarla caer a lo largo <strong>de</strong>l parapeto. Oía<br />

a los soldados hablar por todas partes, bien resuelto a apuñalar al primero que avanzara hacia él. «No<br />

estaba nervioso en absoluto —añadía—; me parecía que estuviera cumpliendo una ceremonia.»<br />

Ató la cuerda, por fin <strong>de</strong>senredada, a una abertura practicada en el parapeto para el <strong>de</strong>sagüe <strong>de</strong> la<br />

lluvia, subió sobre aquél y se encomendó fervorosamente a Dios; luego, como un héroe <strong>de</strong> los tiempos <strong>de</strong><br />

la caballería, pensó un instante en Clelia. «¡Cuán diferente soy —se dijo— <strong>de</strong>l Fabricio frívolo y<br />

libertino que entró aquí hace nueve meses!» Según luego contó, obraba mecánicamente, como si en pleno<br />

día bajara la muralla ante unos amigos por ganar una apuesta. A mitad <strong>de</strong> la altura, sintió <strong>de</strong> pronto que le<br />

flaqueaban los brazos, y hasta cree que por un instante soltó la cuerda, pero la recobró en seguida; acaso,<br />

dice, le sostuvieron las malezas sobre las cuales se <strong>de</strong>slizaba y que le <strong>de</strong>sollaban. A veces sentía entre<br />

los hombros un dolor tan atroz que le privaba <strong>de</strong> la respiración. Estaba sometido a un movimiento<br />

ondulatorio muy incómodo, un rebote incesante <strong>de</strong> la cuerda a las malezas. Gran<strong>de</strong>s pájaros se<br />

<strong>de</strong>spertaban a su paso, tropezaban con él y echaban a volar. <strong>La</strong>s primeras veces, creyó ser alcanzado por<br />

gentes que bajaban <strong>de</strong> la ciuda<strong>de</strong>la por la misma vía que él y en su persecución, y se aprestaba a<br />

<strong>de</strong>fen<strong>de</strong>rse. Por fin, llegó al pie <strong>de</strong> la enorme torre sin otro contratiempo que el <strong>de</strong> tener las manos<br />

ensangrentadas. Cuenta que, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la mitad <strong>de</strong> la torre, le fue muy útil el talud que forma, pues rozaba el<br />

muro al bajar y las plantas que crecían entre las piedras le servían <strong>de</strong> cierto apoyo. Al llegar a los<br />

jardines <strong>de</strong> los soldados, cayó sobre una acacia que, vista <strong>de</strong>s<strong>de</strong> arriba, le pareció <strong>de</strong> cuatro o cinco pies<br />

<strong>de</strong> alta, pero que tenía en realidad quince o veinte. Un borracho que estaba allí dormido le tomó por un<br />

ladrón. Al caer <strong>de</strong> aquel árbol, Fabricio se dislocó casi el brazo izquierdo. Echó a correr hacia la<br />

muralla exterior; mas, según cuenta, las piernas le parecían como <strong>de</strong> algodón: se le habían agotado las<br />

fuerzas. A pesar <strong>de</strong>l peligro, se sentó y bebió un poco <strong>de</strong> aguardiente que le quedaba. Adormecióse unos<br />

minutos hasta el punto <strong>de</strong> no saber dón<strong>de</strong> se hallaba; cuando se <strong>de</strong>spertó, no podía compren<strong>de</strong>r cómo,<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> su celda, podía ver árboles. Por fin, la terrible verdad resurgió en su memoria. Inmediatamente<br />

prosiguió hacia el muro exterior, y lo escaló por medio <strong>de</strong> una larga escalera. El centinela, a pocos<br />

pasos, roncaba en su garita. Halló un cañón tendido en la hierba; ató a él su tercera cuerda; resultó un<br />

poco corta, y cayó en una zanja encharcada don<strong>de</strong> habría un pie <strong>de</strong> agua. Cuando intentaba levantarse y<br />

orientarse, se sintió cogido por dos hombres; por un instante tuvo miedo, mas inmediatamente oyó<br />

pronunciar muy cerca <strong>de</strong> su oído, en voz muy baja: «¡Ah, monseñor, monseñor!». Comprendió vagamente<br />

que aquellos hombres pertenecían a la duquesa; en seguida, se <strong>de</strong>smayó profundamente. Transcurrido<br />

algún tiempo, se sintió transportado por dos hombres que caminaban en silencio y muy <strong>de</strong> prisa; luego se<br />

<strong>de</strong>tuvieron, lo que le produjo una gran inquietud. Pero no tenía fuerzas para hablar ni para abrir los ojos;<br />

se dio cuenta <strong>de</strong> que le abrazaban; <strong>de</strong> pronto reconoció el perfume <strong>de</strong> los vestidos <strong>de</strong> la duquesa. Aquel<br />

perfume le reanimó: abrió los ojos y pudo pronunciar estas palabras: «¡Oh, amiga querida!», y volvió a<br />

caer en un profundo <strong>de</strong>smayo.<br />

El fiel Bruno, con una escuadra <strong>de</strong> hombres <strong>de</strong> la policía adictos al con<strong>de</strong>, hacía guardia a unos<br />

doscientos pasos; el con<strong>de</strong> en persona estaba escondido en una casita muy próxima al lugar en que<br />

esperaba la duquesa. De haber sido preciso, no hubiera vacilado en echar mano a la espada con varios<br />

oficiales a medio sueldo, amigos íntimos suyos. Se consi<strong>de</strong>raba obligado a salvar la vida <strong>de</strong> Fabricio,<br />

que le parecía extremadamente expuesta y que en otro tiempo habría recibido el indulto firmado por el

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