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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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Precisamente porque es militar y porque en España escapó veinte veces pistola en mano, en medio <strong>de</strong> las<br />

emboscadas, el príncipe prefiere el con<strong>de</strong> Mosca a Rassi, mucho más flexible y más servil. Sobre esos<br />

<strong>de</strong>sdichados presos <strong>de</strong> la ciuda<strong>de</strong>la se guarda el rigurosísimo secreto, y se cuentan mil historias sobre<br />

ellos. Los liberales aseguran que, por un invento <strong>de</strong> Rassi, los carceleros y los confesores tienen or<strong>de</strong>n<br />

<strong>de</strong> convencerles <strong>de</strong> que todos los meses, aproximadamente, uno <strong>de</strong> ellos es conducido a la muerte. Ese<br />

día, a los presos se les permite subir a la explanada <strong>de</strong> la inmensa torre, a ciento ochenta pies <strong>de</strong> altura, y<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> allí ven <strong>de</strong>sfilar un cortejo con un espía que <strong>de</strong>sempeña el papel <strong>de</strong> un pobre diablo conducido a la<br />

muerte.<br />

Estos cuentos, y otros muchos <strong>de</strong>l mismo estilo y <strong>de</strong> no menor autenticidad, interesaban vivamente a<br />

la con<strong>de</strong>sa Pietranera; al día siguiente preguntaba <strong>de</strong>talles al con<strong>de</strong> Mosca, y le gastaba bromas muy<br />

agudas. Le encontraba divertido, y le <strong>de</strong>cía que en el fondo era, sin duda alguna, un monstruo. Un día, al<br />

volver a su alojamiento, el con<strong>de</strong> se dijo: «Esa con<strong>de</strong>sa Pietranera no sólo es una mujer encantadora,<br />

sino que cuando paso la velada en su palco, llego a olvidar ciertas cosas cuyo recuerdo me punza el<br />

corazón».<br />

«Aquel ministro, a pesar <strong>de</strong> su aire ligero y sus maneras brillantes, no tenía un alma a la francesa; no<br />

sabía olvidar las penas. Cuando en su cabecera había una espina, no tenía más remedio que romperla y<br />

gastarla a fuerza <strong>de</strong> clavarse en ella sus miembros palpitantes.» Pido perdón por esta frase, traducida <strong>de</strong>l<br />

italiano.<br />

Al día siguiente <strong>de</strong> tal <strong>de</strong>scubrimiento, el con<strong>de</strong> halló que, a pesar <strong>de</strong> los asuntos que le ocupaban en<br />

Milán, el día resultaba enormemente largo; no podía estar tranquilo en parte alguna, y cansó a los<br />

caballos <strong>de</strong> su carruaje. A eso <strong>de</strong> las seis, montó a caballo para ir al Corso; tenía alguna esperanza <strong>de</strong><br />

encontrar allí a la con<strong>de</strong>sa Pietranera; al no hallarla, recordó que a las ocho se abría el teatro <strong>de</strong> <strong>La</strong><br />

Scala; entró en él y no vio ni diez personas en aquella sala inmensa. Le dio cierta vergüenza permanecer<br />

allí. «¿Es posible —se dijo— que a los cuarenta y cinco años cumplidos haga yo tonterías <strong>de</strong> las que se<br />

ruborizaría un teniente? Por fortuna nadie las sospecha.» Salió <strong>de</strong>l teatro y procuró matar el tiempo<br />

paseando por las calles tan bonitas que ro<strong>de</strong>an el teatro <strong>de</strong> <strong>La</strong> Scala. En ellas los cafés están rebosantes<br />

<strong>de</strong> gente. Delante <strong>de</strong> los cafés, multitud <strong>de</strong> curiosos sentados en sillas en medio <strong>de</strong> la calle toman helados<br />

y critican a los paseantes. El con<strong>de</strong> era un paseante notable, por lo cual tuvo el gusto <strong>de</strong> ser reconocido y<br />

abordado. Tres o cuatro importunos, <strong>de</strong> ésos a los que no se pue<strong>de</strong> <strong>de</strong>spachar con viento fresco,<br />

aprovecharon la ocasión para pedir audiencia a un ministro tan po<strong>de</strong>roso. Dos <strong>de</strong> ellos le entregaron<br />

memoriales; el tercero se contentó con dirigirle consejos muy largos sobre su conducta politica.<br />

«No se duerme uno —dijo—, cuando se es tan inteligente [2] , y no se pasea uno cuando se es tan<br />

po<strong>de</strong>roso.» Volvió a entrar en el teatro y se le ocurrió tomar un palco tercero; <strong>de</strong>s<strong>de</strong> allí podría mirar, sin<br />

que nadie lo notara, al palco segundo al que esperaba ver llegar a la con<strong>de</strong>sa. Dos horas <strong>de</strong> espera bien<br />

cumplidas no le parecieron <strong>de</strong>masiado largas al enamorado; seguro <strong>de</strong> no ser visto, se entregó con <strong>de</strong>licia<br />

a su locura.<br />

«¿Acaso la vejez —se <strong>de</strong>cía— no consiste ante todo en no ser ya capaz <strong>de</strong> estas puerilida<strong>de</strong>s<br />

<strong>de</strong>liciosas?»<br />

Por fin apareció la con<strong>de</strong>sa. Armado <strong>de</strong> sus gemelos, la examinaba con arrobo: «Joven, brillante,<br />

ligera como un pájaro —se <strong>de</strong>cía—, no tiene veinticinco años. Y su belleza es su menor encanto: ¿dón<strong>de</strong>,<br />

sino en ella, encontrar esa alma siempre sincera, que nunca obra con pru<strong>de</strong>ncia, que se da toda entera a<br />

la impresión <strong>de</strong>l momento, que no pi<strong>de</strong> sino ser arrastrada por alguna cosa nueva? Concibo las locuras

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