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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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—Este sobrino —dijo en voz baja a la duquesa— está hecho para dar lustre a todas las dignida<strong>de</strong>s a<br />

que usted quiera elevarle.<br />

Hasta el momento, todo iba <strong>de</strong> maravilla, pero cuando el ministro, muy satisfecho <strong>de</strong> Fabricio y hasta<br />

entonces atento únicamente a sus hechos y gestos, miró a la duquesa, le vio unos ojos singulares. «Este<br />

joven causa aquí una impresión extraña», se dijo. Fue una amarga reflexión. El con<strong>de</strong> había cumplido la<br />

cincuentena, palabra cruel y cuya plena resonancia acaso sólo pueda sentirla un hombre perdidamente<br />

enamorado. Era muy bueno, digno <strong>de</strong> ser amado, fuera <strong>de</strong> sus severida<strong>de</strong>s como ministro [2] . Pero aquella<br />

dura palabra, la cincuentena, ponía un tinte negro sobre toda su vida y habría sido capaz <strong>de</strong> hacerle cruel<br />

por su propia cuenta. En los cinco años transcurridos <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que <strong>de</strong>cidió a la duquesa a trasladarse a<br />

<strong>Parma</strong>, la duquesa le había suscitado celos a menudo, sobre todo en los primeros tiempos, pero nunca le<br />

dio motivo real <strong>de</strong> queja. Hasta creía, y tenía razón, que sólo con el <strong>de</strong>signio <strong>de</strong> asegurarse mejor su<br />

corazón había recurrido la duquesa a ciertas apariencias <strong>de</strong> especial amistad por algunos apuestos<br />

galanteadores <strong>de</strong> la corte. Estaba seguro, por ejemplo, <strong>de</strong> que había rechazado los homenajes <strong>de</strong>l<br />

príncipe; éste había llegado en cierta ocasión a <strong>de</strong>cir una frase instructiva.<br />

—Pero si yo aceptase los homenajes <strong>de</strong> Vuestra Alteza —le dijo la duquesa riendo—, ¿con qué cara<br />

osaría volver a presentarme ante el con<strong>de</strong>?<br />

—A mí me sería casi tan violento como a usted. ¡Mi querido amigo el con<strong>de</strong>! Pero es un<br />

inconveniente muy fácil <strong>de</strong> arreglar, y ya he pensado en ello: el con<strong>de</strong> iría a pasar en la ciuda<strong>de</strong>la el resto<br />

<strong>de</strong> sus días.<br />

<strong>La</strong> súbita llegada <strong>de</strong> Fabricio produjo a la duquesa tal arrebato <strong>de</strong> alegría, que no se le ocurrió pensar<br />

en el efecto que sus ojos podrían causar al con<strong>de</strong>. <strong>La</strong> impresión fue profunda, y las sospechas,<br />

irremediables.<br />

Fabricio fue recibido por el príncipe a las dos horas <strong>de</strong> llegar. <strong>La</strong> duquesa, previendo el buen efecto<br />

que esta audiencia impromptu tenía que producir en el público, la había solicitado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hacía ya dos<br />

meses: era un favor que elevaba a Fabricio <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer momento a la más <strong>de</strong>stacada posición, y se<br />

alegó como pretexto que sólo estaría en <strong>Parma</strong> <strong>de</strong> paso, para ir a ver a su madre al Piamonte. En el<br />

momento en que un billetito encantador <strong>de</strong> la duquesa hizo saber al príncipe que Fabricio esperaba sus<br />

ór<strong>de</strong>nes, Su Alteza se aburría. «Voy a ver —se dijo— a un santito insignificante, una cara vulgar o<br />

taimada.» Ya el comandante <strong>de</strong> la plaza había dado cuenta <strong>de</strong> la primera visita al sepulcro <strong>de</strong>l tío<br />

arzobispo. El príncipe vio entrar a un mancebo alto y apuesto al que, <strong>de</strong> no ser por las medias moradas,<br />

habría tomado por un joven oficial.<br />

Esta pequeña sorpresa disipó el tedio: «Aquí tenemos un mozo —se dijo— para el que van a pedirme<br />

sabe Dios qué favores: todos los que estén en mi mano. Acaba <strong>de</strong> llegar y <strong>de</strong>be <strong>de</strong> estar emocionado, voy<br />

a hacer con él un poco <strong>de</strong> política jacobina; veremos cómo respon<strong>de</strong>».<br />

Después <strong>de</strong> las primeras palabras amables por parte <strong>de</strong>l príncipe:<br />

—Decidme, monsignore, ¿son felices los pueblos <strong>de</strong> Nápoles? ¿Aman a su rey?<br />

—Alteza Serenísima —contestó Fabricio sin vacilar ni un instante—, al pasar por las calles, he<br />

admirado el excelente aspecto <strong>de</strong> los soldados <strong>de</strong> los diversos regimientos <strong>de</strong> S. M. el rey; la buena<br />

sociedad es respetuosa, como <strong>de</strong>be serlo, con sus soberanos; pero confieso que jamás en la vida he<br />

tolerado que las gentes <strong>de</strong> baja condición me hablaran <strong>de</strong> otra cosa que <strong>de</strong>l trabajo por el cual les pago.<br />

«¡Diablo! —se dijo el príncipe—, ¡vaya un pájaro bien aleccionado! Es el talento <strong>de</strong> la<br />

Sanseverina.»

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