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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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célebre por sus severida<strong>de</strong>s que los liberales <strong>de</strong> Milán llamaban cruelda<strong>de</strong>s. Mosca tendría cuarenta o<br />

cuarenta y cinco años, facciones acusadas, ningún tono <strong>de</strong> hombre importante y un aire sencillo y alegre<br />

que predisponía a favor suyo; habría estado todavía muy bien si una extravagancia <strong>de</strong> su señor no le<br />

indujera a llevar la cabeza empolvada como garantía <strong>de</strong> buenos sentimientos políticos. Como en Italia no<br />

se siente apenas el temor <strong>de</strong> herir la vanidad, se llega fácilmente a un tono <strong>de</strong> intimidad y a hablar <strong>de</strong><br />

cosas personales. El correctivo <strong>de</strong> esta costumbre consiste en no volver a verse cuando uno se siente<br />

ofendido:<br />

—Pero ¿por qué lleva la cabeza empolvada, con<strong>de</strong>? —díjole la con<strong>de</strong>sa Pietranera la tercera vez que<br />

le veía—. ¡Llevar la cabeza empolvada un hombre como usted, simpático, joven aún y que ha hecho con<br />

nosotros la guerra <strong>de</strong> España!<br />

—Pues porque yo no robé nada en esa España, y no hay más remedio que vivir. Estaba borracho <strong>de</strong><br />

gloria; unas palabras lisonjeras <strong>de</strong>l general francés Gouvion–Saint–Cyr, que nos mandaba, era entonces<br />

todo para mí. A la caída <strong>de</strong> Napoleón, resultó que mientras yo me comía mi hacienda a su servicio, mi<br />

padre, hombre <strong>de</strong> imaginación y que me veía ya general, estaba construyéndome un palacio en <strong>Parma</strong>. En<br />

1813 me encontré por toda fortuna un gran palacio sin terminar y una pensión.<br />

—Una pensión. ¿Tres mil quinientos francos, como mi marido?<br />

—El con<strong>de</strong> Pietranera era general <strong>de</strong> división. <strong>La</strong> pensión mía, la <strong>de</strong> un pobre jefe <strong>de</strong> escuadrón, no<br />

ha pasado nunca <strong>de</strong> ochocientos francos [1] , y para eso no me la pagaron hasta que fui ministro <strong>de</strong><br />

Finanzas.<br />

Como en el palco no había nadie más que la dama <strong>de</strong> opiniones muy liberales a que pertenecía, la<br />

conversación continuó con la misma franqueza. El con<strong>de</strong> Mosca, interrogado, habló <strong>de</strong> su vida en <strong>Parma</strong>.<br />

—En España, a las ór<strong>de</strong>nes <strong>de</strong>l general Saint–Cyr, afronté los tiros para alcanzar la cruz y luego un<br />

poco <strong>de</strong> gloria; ahora me visto como un personaje <strong>de</strong> teatro para ganar un gran tren <strong>de</strong> vida y unos miles<br />

<strong>de</strong> francos. Una vez en esta especie <strong>de</strong> juego <strong>de</strong> ajedrez, molesto por las insolencias <strong>de</strong> mis superiores,<br />

me propuse ocupar una <strong>de</strong> las primeras jerarquías, y lo he conseguido. Pero mis días más felices siguen<br />

siendo los que, <strong>de</strong> vez en cuando, puedo venir a pasar en Milán; aquí pervive aún o al menos me lo<br />

parece, el corazón <strong>de</strong> vuestro ejército <strong>de</strong> Italia.<br />

<strong>La</strong> franqueza, la disenvoltura con que hablaba este ministro <strong>de</strong> un príncipe tan temido, incitó la<br />

curiosidad <strong>de</strong> la con<strong>de</strong>sa; juzgando por su título, habría creído encontrarse con un pedante inflado <strong>de</strong><br />

petulancia, y veía un hombre que se avergonzaba <strong>de</strong> su puesto. Mosca le había prometido facilitarle todas<br />

las noticias <strong>de</strong> Francia que pudiera recoger, en el mes prece<strong>de</strong>nte a Waterloo; esto era en Milán una gran<br />

indiscreción; entonces se trataba para Italia <strong>de</strong> ser o no ser; todo el mundo en Milán estaba enfebrecido<br />

<strong>de</strong> esperanza o <strong>de</strong> temor. En medio <strong>de</strong> esta agitación universal, la con<strong>de</strong>sa hizo preguntas sobre un<br />

hombre que hablaba con tanto <strong>de</strong>sparpajo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> un cargo tan envidiado y que era su único recurso.<br />

Le contaron cosas muy curiosas y <strong>de</strong> una singularidad interesante. «El con<strong>de</strong> Mosca <strong>de</strong>lla Rovere<br />

Sorezana —le dijeron— va a ser pronto primer ministro y favorito <strong>de</strong>clarado <strong>de</strong> Ranucio Ernesto IV,<br />

soberano absoluto <strong>de</strong> <strong>Parma</strong>, y, a<strong>de</strong>más, uno <strong>de</strong> los príncipes más ricos <strong>de</strong> Europa. El con<strong>de</strong> habría<br />

llegado ya a esta posición suprema si hubiera querido adoptar un porte más solemne: dicen que el<br />

príncipe le amonesta a menudo en este sentido.<br />

»—¿Qué le importan mis maneras a Vuestra Alteza —respon<strong>de</strong> con libertad el ministro—, si<br />

<strong>de</strong>sempeño bien vuestros asuntos?<br />

»<strong>La</strong> suerte <strong>de</strong> ese favorito —añadían— no <strong>de</strong>ja <strong>de</strong> tener algunas espinas. Hace falta ser grato a un

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