La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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—¡Vete a hacer puñetas! —contestó el cabo—, tú y todos los generales. Hoy habéis traicionado al<br />
emperador.<br />
—¡Qué es eso! —exclamó furioso el general—, ¿<strong>de</strong>sobe<strong>de</strong>ces mis ór<strong>de</strong>nes? ¿Sabes que soy el<br />
general con<strong>de</strong> B***, comandante <strong>de</strong> tu división? —etc.<br />
El general hizo frases. El ayudante <strong>de</strong> campo se lanzó sobre los soldados. El cabo le dio un<br />
bayonetazo en el brazo y aligerando el paso siguió a<strong>de</strong>lante con sus hombres.<br />
—¡Ojalá estuviesen todos como tú —repetía el cabo entre juramentos—, con los brazos y las piernas<br />
rotos! ¡Banda <strong>de</strong> granujas! ¡Todos vendidos a los Borbones y traidores al emperador!<br />
Fabricio escuchaba con estupor esta tremenda acusación.<br />
A eso <strong>de</strong> las diez <strong>de</strong> la noche, el pequeño pelotón alcanzó el regimiento a la entrada <strong>de</strong> un pueblo<br />
gran<strong>de</strong> <strong>de</strong> calles muy estrechas; pero Fabricio observó que el cabo Aubry evitaba hablar a ningún oficial.<br />
—¡Imposible avanzar! —exclamó el cabo.<br />
Todas las calles estaban atestadas <strong>de</strong> infantería, <strong>de</strong> caballería y sobre todo <strong>de</strong> armones <strong>de</strong> artillería y<br />
<strong>de</strong> furgones. El cabo intentó pasar sucesivamente por tres <strong>de</strong> aquellas calles; pero a los veinte pasos<br />
había que <strong>de</strong>tenerse. Todo el mundo juraba, todo el mundo se enfurecía.<br />
—¡También aquí manda algún traidor! —exclamó el cabo—; si el enemigo tiene el talento <strong>de</strong> ro<strong>de</strong>ar<br />
el pueblo, quedamos copados aquí como conejos. Seguidme vosotros.<br />
Fabricio miró. No había más que seis soldados con el cabo. Por una puerta cochera que hallaron<br />
abierta entraron en un amplio corral; <strong>de</strong> aquí pasaron a una cuadra, y <strong>de</strong> ésta, a una huerta. Durante un<br />
rato anduvieron extraviados <strong>de</strong> un lado a otro. Pero, al fin, pasaron una empalizada y se encontraron en un<br />
extenso campo <strong>de</strong> centeno. En menos <strong>de</strong> media hora, guiados por los gritos y el confuso rumor, llegaron a<br />
la carretera general, al otro lado <strong>de</strong>l pueblo. <strong>La</strong>s cunetas <strong>de</strong> aquella carretera estaban llenas <strong>de</strong> fusiles<br />
abandonados; Fabricio eligió uno. Pero la carretera, aunque muy ancha, estaba <strong>de</strong> tal modo atestada <strong>de</strong><br />
fugitivos y <strong>de</strong> vehículos, que apenas si, en media hora <strong>de</strong> tiempo, habían avanzado quinientos pasos el<br />
cabo y Fabricio. Decían que aquella carretera conducía a Charleroi. Cuando daban las once en el reloj<br />
<strong>de</strong>l pueblo, <strong>de</strong>cidió el cabo:<br />
—Vámonos otra vez a campo traviesa.<br />
El pequeño pelotón había quedado reducido a tres soldados, el cabo y Fabricio. Cuando les separaba<br />
ya un cuarto <strong>de</strong> legua <strong>de</strong> la carretera general:<br />
—Yo no puedo más —<strong>de</strong>claró uno <strong>de</strong> los soldados.<br />
—Y yo tampoco —dijo el otro.<br />
—¡Vaya una noticia! —exclamó el cabo—. En esas estamos todos; pero obe<strong>de</strong>cedme, y no os pesará.<br />
Vio cinco o seis árboles a lo largo <strong>de</strong> una pequeña acequia que atravesaba un gran campo <strong>de</strong> trigo.<br />
—¡A los árboles! —dijo a sus hombres—. ¡Acostaos ahí! —añadió cuando hubieron llegado—, y<br />
sobre todo no hacer ruido. Pero antes <strong>de</strong> dormirnos, ¿quién tiene pan?<br />
—Yo —dijo uno <strong>de</strong> los soldados.<br />
—Venga —or<strong>de</strong>nó el cabo con aire magistral.<br />
Partió el pan en cinco trozos y se quedó con el más pequeño.<br />
—Un cuarto <strong>de</strong> hora antes <strong>de</strong> amanecer —dijo mientras comía—, tendréis encima a la caballería<br />
enemiga. Aquí, <strong>de</strong> lo que se trata es <strong>de</strong> no caer bajo los sables. Con la caballería, un hombre solo está<br />
perdido en estas gran<strong>de</strong>s llanadas; pero en cambio, cinco pue<strong>de</strong>n salvarse: quedaos conmigo bien unidos,