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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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ausencia pue<strong>de</strong> ser <strong>de</strong> alguna duración, no he querido salir <strong>de</strong> los Estados <strong>de</strong> Su Alteza Serenísima sin<br />

darle las gracias por todas las bonda<strong>de</strong>s que, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hace cinco años, se ha dignado tener para mí.<br />

A estas palabras, el príncipe comprendió por fin; pali<strong>de</strong>ció; no había en el mundo ser que más<br />

sufriera al verse engañado en sus previsiones.<br />

Luego adoptó un porte majestuoso enteramente digno <strong>de</strong>l retrato <strong>de</strong> Luis XIV que tenía ante los ojos.<br />

«Muy bien —se dijo la duquesa—, aquí tenemos un hombre.»<br />

—¿Y cuál es el motivo <strong>de</strong> esa súbita partida? —preguntó el príncipe en tono bastante firme.<br />

—Abrigaba este proyecto hace ya tiempo —respondió la duquesa—, y una pequeña injuria que se<br />

hace a monseñor <strong>de</strong>l Dongo, al que mañana van a con<strong>de</strong>nar a muerte o a galeras, me obliga a apresurar mi<br />

partida.<br />

—¿A qué ciudad va?<br />

—A Nápoles, creo —y añadió levantándose—. No me queda más que <strong>de</strong>spedirme <strong>de</strong> Vuestra Alteza<br />

Serenísima y darle las gracias muy humil<strong>de</strong>mente por sus antiguas merce<strong>de</strong>s.<br />

<strong>La</strong> duquesa, a su vez, hablaba en un tono tan firme, que el príncipe vio claro que en dos segundos todo<br />

habría terminado; bien sabía él que, una vez dado el escándalo <strong>de</strong> la partida, sería imposible todo<br />

arreglo: la duquesa no era mujer que volviera sobre sus pasos. Corrió, pues, tras ella.<br />

—Pero usted sabe muy bien, señora, duquesa —le dijo tomándole la mano—, que la he querido<br />

siempre, y con una amistad a la que sólo <strong>de</strong> usted <strong>de</strong>pen<strong>de</strong> dar otro nombre. Ha sido cometido un<br />

homicidio, esto no pue<strong>de</strong> negarse, he encomendado la instrucción <strong>de</strong>l proceso a mis mejores jueces…<br />

A estas palabras, la duquesa se irguió con todo su orgullo; toda apariencia <strong>de</strong> respeto e incluso <strong>de</strong><br />

urbanidad <strong>de</strong>sapareció instantáneamente; surgió sin disimulo la mujer ultrajada, y la mujer ultrajada<br />

dirigiéndose a un ser al que sabe <strong>de</strong> mala fe. Con expresión vivísima <strong>de</strong> cólera e incluso <strong>de</strong> <strong>de</strong>sprecio,<br />

dijo al príncipe recalcando cada palabra:<br />

—Abandono para siempre los Estados <strong>de</strong> Vuestra Alteza Serenísima para no volver a oír jamás el<br />

nombre <strong>de</strong>l fiscal Rassi ni <strong>de</strong> los otros infames asesinos que han con<strong>de</strong>nado a muerte a mi sobrino y a<br />

tantos otros. Si Vuestra Alteza Serenísima no quiere mezclar un sentimiento <strong>de</strong> amargura a mis últimos<br />

momentos cerca <strong>de</strong> un príncipe cortés, e inteligente cuando no está engañado, le ruego muy humil<strong>de</strong>mente<br />

que no me recuer<strong>de</strong> la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> esos infames jueces que se ven<strong>de</strong>n por mil escudos o por una cruz.<br />

El acento admirable y, sobre todo, verda<strong>de</strong>ro con que fueron pronunciadas estas últimas palabras,<br />

hizo estremecerse al príncipe; por un instante temió ver su dignidad comprometida por una acusación<br />

todavía más directa, pero, en resumen, no tardó en predominar en él una sensación <strong>de</strong> placer; admiraba a<br />

la duquesa; el conjunto <strong>de</strong> su persona alcanzaba en aquel momento una belleza sublime. «¡Santo Dios, qué<br />

hermosa es! —se dijo el príncipe—; hay que pasarle algo a una mujer como acaso no existe otra en toda<br />

Italia… En fin, acaso con un poco <strong>de</strong> buena politica no sería imposible hacerla un día mi amante; hay<br />

gran diferencia <strong>de</strong> una criatura como ésta a esa muñeca <strong>de</strong> marquesa Balbi, y que encima roba cada año a<br />

mis pobres súbditos lo menos trescientos mil francos… Pero, ¿habré oído bien? —pensó <strong>de</strong> pronto—; ha<br />

dicho: con<strong>de</strong>nado a mi sobrino y a tantos otros.» Se sobrepuso la furia, y, con una altivez digna <strong>de</strong>l rango<br />

supremo, el príncipe dijo <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> un intervalo <strong>de</strong> silencio:<br />

—Y ¿qué habría que hacer para que la señora duquesa no se ausentara?<br />

—Algo <strong>de</strong> lo que usted no es capaz —replicó la duquesa con el acento <strong>de</strong> la ironía más amarga y <strong>de</strong>l<br />

<strong>de</strong>sprecio menos disimulado.

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