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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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—Pero, querido sargento, ¿a este niño <strong>de</strong> dieciséis años le toma usted por el general Conti?<br />

—¿No es usted la hija <strong>de</strong>l general? —preguntó el sargento.<br />

—Repare en mi padre —repuso la con<strong>de</strong>sa señalando a Fabricio. A los gendarmes les entró una risa<br />

loca.<br />

—Enseñen sus pasaportes sin discutir —or<strong>de</strong>nó el sargento picado por el regocijo general.<br />

—Estas damas no llevan nunca pasaportes para ir a Milán —<strong>de</strong>claró el cochero con empaque frío y<br />

filosófico—; vienen <strong>de</strong> su castillo <strong>de</strong> Grianta. Ésta es la señora con<strong>de</strong>sa Pietranera, y esta otra la señora<br />

marquesa <strong>de</strong>l Dongo.<br />

El sargento, muy <strong>de</strong>sconcertado, se alejó un poco, a la cabeza <strong>de</strong> los caballos, y celebró consejo con<br />

sus hombres. Como la conferencia se prolongara ya más <strong>de</strong> cinco minutos, la con<strong>de</strong>sa Pietranera rogó a<br />

aquellos señores licencia para que el coche avanzara unos pasos en busca <strong>de</strong> la sombra, aunque no eran<br />

más que las once <strong>de</strong> la mañana, el calor era sofocante. Fabricio, que miraba atentamente en todas<br />

direcciones buscando el medio <strong>de</strong> escaparse, vio llegar por un sen<strong>de</strong>ro que atravesaba el campo hacia la<br />

carretera general, toda llena <strong>de</strong> polvo, a una joven <strong>de</strong> catorce o quince años que se enjugaba tímidamente<br />

las lágrimas con el pañuelo. Caminaba a pie entre dos gendarmes <strong>de</strong> uniforme, y, a tres pasos <strong>de</strong> ella,<br />

también entre dos gendarmes, avanzaba un hombre alto y enjuto con los solemnes aires <strong>de</strong> dignidad <strong>de</strong> un<br />

prefecto siguiendo una procesión.<br />

—¿Dón<strong>de</strong> los habéis encontrado? —preguntó el sargento, completamente ebrio en este momento.<br />

—Escapando a través <strong>de</strong> los campos, y sin trazas <strong>de</strong> pasaporte.<br />

El sargento pareció per<strong>de</strong>r la cabeza por completo: se hallaba frente a cinco prisioneros en lugar <strong>de</strong><br />

los dos que necesitaba. Se alejó un corto trecho, <strong>de</strong>jando sólo a un hombre para custodiar al prisionero<br />

<strong>de</strong> empaque majestuoso, y otro para pedir que los caballos avanzasen.<br />

—Quédate —dijo la con<strong>de</strong>sa a Fabricio, que ya había saltado <strong>de</strong>l carruaje—, todo se va a arreglar.<br />

Oyeron gritar a un gendarme:<br />

—¡No importa!, como no tienen pasaportes, son buena presa <strong>de</strong> todos modos.<br />

El sargento no parecía tan <strong>de</strong>cidido; el nombre <strong>de</strong> la con<strong>de</strong>sa Pietranera le inquietaba un poco: había<br />

conocido al general, <strong>de</strong> cuya muerte no estaba enterado. «El general no es un hombre que <strong>de</strong>je <strong>de</strong><br />

vengarse si <strong>de</strong>tengo in<strong>de</strong>bidamente a su mujer», se <strong>de</strong>cía.<br />

Durante esta <strong>de</strong>liberación, que fue larga, la con<strong>de</strong>sa había entrado en conversación con la mocita que<br />

estaba a pie en medio <strong>de</strong>l polvo <strong>de</strong> la carretera junto a la calesa; la había impresionado su belleza.<br />

—Te va a hacer daño el sol, niña. Ese soldado tan bueno —añadió dirigiéndose al gendarme<br />

apostado a la cabeza <strong>de</strong> los caballos— tendrá a bien permitirte subir a la calesa.<br />

Fabricio, que estaba paseando en torno al coche, ayudó a la mocita a subir. Ésta había puesto ya el<br />

pie en el estribo, apoyando su brazo en el <strong>de</strong> Fabricio, cuando el hombre imponente que se hallaba a seis<br />

pasos <strong>de</strong>l carruaje gritó con una voz muy gruesa por querer ser más digna:<br />

—¡Qué<strong>de</strong>se en la carretera y no suba a un carruaje que no le pertenece! Fabricio no oyó esta or<strong>de</strong>n: la<br />

mocita, en vez <strong>de</strong> subir a la calesa, quiso bajar <strong>de</strong>l estribo, y como Fabricio seguía sosteniéndola, la<br />

joven cayó en sus brazos. Sonrió él, ella se sonrojó vivamente y ambos se miraron todavía un instante<br />

cuando ya la muchacha se había <strong>de</strong>sprendido <strong>de</strong> sus brazos.<br />

«Sería una <strong>de</strong>liciosa compañera <strong>de</strong> prisión —se dijo Fabricio—; ¡qué profundidad bajo su frente!<br />

Seguramente sabría amar.»

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