La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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A su llegada, Fabricio encontró al portero y a todos los domésticos <strong>de</strong>l palacio Sanseverina con las<br />
insignias <strong>de</strong> un luto riguroso.<br />
—¿Quién se nos ha muerto? —preguntó a la duquesa.<br />
—El excelente hombre que se llamaba mi marido acaba <strong>de</strong> morir en Bar<strong>de</strong>n. Me <strong>de</strong>ja este palacio,<br />
como estaba convenido, pero en prueba <strong>de</strong> buena amistad, agrega un legado <strong>de</strong> trescientos mil francos<br />
que me embaraza mucho; no quiero renunciar a él a favor <strong>de</strong> su sobrina, la marquesa Raversi, que me<br />
juega unas partidas dignas <strong>de</strong> la horca. Tú que eres aficionado tendrás que buscarme un buen escultor: le<br />
haré al duque un mausoleo <strong>de</strong> trescientos mil francos.<br />
El con<strong>de</strong> se puso a contar anécdotas <strong>de</strong> la Raversi.<br />
—He procurado inútilmente amansarla con beneficios —prosiguió la duquesa—. En cuanto a los<br />
sobrinos <strong>de</strong>l duque, los he hecho a todos coroneles o generales. En compensación, no pasa mes sin que<br />
me dirijan algún anónimo abominable; he tenido que tomar un secretario para leer las cartas <strong>de</strong> ese<br />
género.<br />
—Y esos anónimos son sus menores pecados —comentó el con<strong>de</strong> Mosca—; tiene un taller <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>nuncias infames. Yo habría podido veinte veces llevar ante los tribunales a toda esa tropa, y Vuestra<br />
Excelencia pue<strong>de</strong> suponer —añadió dirigiéndose a Fabricio— si mis excelentes jueces los hubieran<br />
con<strong>de</strong>nado.<br />
—Pues esto me estropea lo <strong>de</strong>más —replicó Fabricio con una ingenuidad muy divertida en la corte<br />
—; yo hubiera preferido verlos con<strong>de</strong>nados por magistrados que juzgaran en conciencia.<br />
—Ya me hará el favor, Vuestra Excelencia, que viaja para instruirse, <strong>de</strong> darme la dirección <strong>de</strong> tales<br />
magistrados: les escribiré antes <strong>de</strong> irme a la cama.<br />
—Si yo fuera ministro, esa ausencia <strong>de</strong> jueces honrados vejaría mi amor propio.<br />
—Pero me parece —replicó el con<strong>de</strong>— que Vuestra Excelencia, que tanto ama a los franceses, y que<br />
hasta una vez les prestó el socorro <strong>de</strong> su invencible brazo, olvida en este momento una <strong>de</strong> sus gran<strong>de</strong>s<br />
máximas:<br />
«Más vale matar al diablo que el diablo nos mate». Quisiera yo ver cómo gobernaría usted estas<br />
almas ardientes y que se pasan el día leyendo la historia <strong>de</strong> la Revolución francesa, con jueces que<br />
absolvieran a los acusados. Llegarían a no con<strong>de</strong>nar ni a los forajidos verda<strong>de</strong>ramente culpables, y se<br />
creerían unos Brutos. Pero tengo que plantearle una cuestión: su alma, tan <strong>de</strong>licada, ¿no siente algún<br />
remordimiento por ese hermoso caballo un poco flaco que acaba <strong>de</strong> abandonar a orillas <strong>de</strong>l lago Mayor?<br />
—Tengo el propósito —repuso Fabricio muy serio— <strong>de</strong> hacer llegar al dueño <strong>de</strong>l caballo el importe<br />
<strong>de</strong> los gastos <strong>de</strong> anuncios y <strong>de</strong> otras gestiones para que le <strong>de</strong>vuelvan su caballo los campesinos que lo<br />
hayan encontrado; voy a leer asiduamente el periódico <strong>de</strong> Milán buscando el anuncio <strong>de</strong> un caballo<br />
perdido; conozco muy bien las señas <strong>de</strong> éste.<br />
—Es verda<strong>de</strong>ramente «primitivo» —dijo el con<strong>de</strong> a la duquesa—. ¿Y qué habría sido <strong>de</strong> Vuestra<br />
Excelencia —prosiguió sonriendo— si cuando galopaba vientre a tierra sobre ese caballo prestado se le<br />
hubiera ocurrido a éste dar un paso en falso? A estas horas estaría en Spielberg, querido sobrinito, y toda<br />
mi influencia alcanzaría apenas a disminuir en treinta libras el peso <strong>de</strong> la ca<strong>de</strong>na atada a cada una <strong>de</strong> sus<br />
piernas. Pasaría diez años en ese lugar <strong>de</strong> recreo; acaso se le hincharían y se le gangrenarían las piernas;<br />
entonces se las cortarían con mucho cuidadito…<br />
—¡Oh, por el amor <strong>de</strong> Dios, no prosiga esa triste novela! —exclamó la duquesa con lágrimas en los<br />
ojos—. Ya le tenemos aquí…