La cartuja de Parma - Stendhal

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distancia, al general y a la escolta, que se perdían entre los árboles. «¡Ladrones!, ¡ladrones!», gritaba ahora en francés. Desesperado, mucho menos por la pérdida de su caballo que por la traición, se dejó caer al borde de una cuneta, muerto de cansancio y de hambre. Si su hermoso caballo se lo hubiera quitado el enemigo, no le habría importado; pero lo que le partía el corazón era verse traicionado por aquel sargento al que tanto quería y por aquellos húsares que consideraba como hermanos. No podía consolarse de semejante infamia, y, apoyada la espalda en un olmo, lloró amarguísimas lágrimas. Se le iban disipando uno a uno todos aquellos hermosos sueños de amistad caballeresca y sublime, como la de los héroes de la Jerusalén libertada. Ver llegar la muerte no es nada cuando se está rodeado de almas heroicas y afectuosas, de nobles amigos que le aprietan a uno la mano en el momento del último suspiro, ¡pero cómo conservar el entusiasmo en medio de unos viles forajidos! Fabricio exageraba, como todo hombre indignado. Transcurrido un cuarto de hora en la debilidad de las emociones tiernas, observó que las balas de cañón comenzaban a llegar a la hilera de árboles a cuya sombra meditaba. Se levantó y trató de orientarse. Examinó aquellas praderas limitadas por un largo canal y por la hilera de frondosos sauces, le pareció reconocer el terreno. Un cuerpo de infantería atravesaba el cauce y entraba en la llanada, a un cuarto de legua de distancia. «Estaba a punto de dormirme —se dijo—; hay que procurar no caer prisionero.» Y se echó a caminar muy de prisa. A medida que iba avanzando, se tranquilizó; reconoció el uniforme; los regimientos que había temido que le cortaran el camino eran franceses. Atajó hacia la derecha para alcanzarlos. Después del dolor moral de haber sido tan indignamente traicionado, sentía ahora otro más vivo a cada instante: tenía un hambre horrible. Grande fue, pues, su alegría cuando, después de andar, o más bien de correr durante diez minutos, vio que el cuerpo de infantería, que iba también muy de prisa, se detenía como para tomar posición. Al cabo de unos minutos, se encontró en medio de los primeros soldados. —Camaradas, ¿podríais venderme un trozo de pan? —¡Mira éste, nos toma por panaderos! Estas palabras y la chunga general de que fueron seguidas acabaron de desalentar a Fabricio. ¡Conque la guerra no era ya aquel noble y común arrebato de almas generosas que él se había imaginado por las proclamas de Napoleón! Se sentó, o más bien se dejó caer en el césped; estaba palidísimo. El soldado que le había hablado y que se había detenido a diez pasos para limpiar el cañón de su fusil con el pañuelo, se acercó y le arrojó un trozo de pan; luego, viendo que no lo recogía, el soldado le puso un trocito en la boca. Fabricio abrió los ojos y comió aquel pan sin fuerzas para hablar. Cuando al fin buscó con los ojos al soldado, para pagarle, se halló solo; los soldados más próximos estaban ya a cien pasos y seguían caminando. Se levantó maquinalmente y se puso a seguirlos. Se internó en un bosque; iba a caerse muerto de fatiga y buscaba con los ojos un sitio cómodo; de pronto, con enorme alegría, reconoció primero el caballo, luego la tartana y por fin a la cantinera de la mañana. Ésta corrió hacia él y se quedó aterrada de su aspecto. —Camina un poco más, hijito —le dijo—. ¿Pero estás herido?… ¿Y tu precioso caballo? —Mientras hablaba así le conducía hacia su cochecillo, al cual le hizo subir sosteniéndole por debajo de los brazos. Apenas acomodado en la tartana, nuestro héroe, aniquilado de cansancio, se durmió profundamente [1] .
[1] Véase en mi prólogo la explicación de esta criptográfica nota.
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Interesado en el juego, el príncip
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demás, sé sencillo, apostólico;
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entregarse a toda su furia; pasó t
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Dio una vuelta por la estancia sost
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Encontró —o más bien lo compró
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estaban reunidos sus camaradas, hac
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la credulidad de Fabricio le prive
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sobre todo si empleaba la ironía.
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prolongado error. Entonces no morir
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desastrado que al mismo tiempo serv
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producía una rara turbación. Se p
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X Sin dejar de moralizar, Fabricio
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—Y ello me causa más alegría qu
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XI Al salir del arzobispado, Fabric
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—¡Ten cuidado: te va a matar! ¡
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Marietta se abrazó a su cuello y l
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surgir es mi huida». El empleado s
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—Es mi marido —dijo la taberner
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¿Quiere que le acompañe a Ferrara
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dar un paseo fuera de la ciudad. El
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letras de cambio, etc.» La duquesa
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arzobispo.» Pero mientras procurab
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Fabricio, que había bajado ya algu
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casa, se proveyó de buenas armas y
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heredero de Parma. Este pobre mance
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pasos, pero, sin ningún ademán ex
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abalanzaron a la brida del caballo
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«Me he aburrido tanto del amor que
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XIV Mientras Fabricio se dedicaba a
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ausencia puede ser de alguna duraci
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—¿Qué hay que hacer? —dijo al
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abrazaría… Pero por nada en el m
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a su propio salón, en el que reina
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—Perfectamente; pero el viaje a G
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XV A las dos horas, el pobre Fabric
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Barbone levantó la cabeza para mir
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un esfuerzo sobre sí misma; apenas
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Clelia tomó el anillo, pero no sab
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torturaba su desdichado corazón. S
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muy bien de reprochárselo: fue cul
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XVII El conde se consideraba como f
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ser abandonado por una mujer sin co
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la cárcel. —En ese caso, señor
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XVIII Resulta, pues, que a pesar de
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solitaria a cien leguas de Parma.»
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sentirme afligido en esta prisión
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que debía de abrumar a la duquesa.
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Fabricio no tuvo suerte los días s
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XIX La ambición del general Fabio
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—Si Fabricio perece de una manera
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Lo que me decidiría por este lado
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