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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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San Carlo y un caballo, estoy más que satisfecho; nunca será el mayor o menor lujo lo que nos dé<br />

categoría a usted y a mí, sino el placer que las personas inteligentes <strong>de</strong>l país podrán hallar acaso en venir<br />

a tomar una taza <strong>de</strong> té en nuestra casa.<br />

—Pero —repuso la duquesa—, ¿qué habría ocurrido el infausto día si usted hubiera estado al<br />

margen, como espero que lo estará en el futuro?<br />

—<strong>La</strong>s tropas habrían fraternizado con el pueblo, habría habido tres días <strong>de</strong> matanza y <strong>de</strong> incendio<br />

(pues en este país hacen falta cien años para que la república no sea en él un absurdo), luego, quince días<br />

<strong>de</strong> pillaje, hasta que dos o tres regimientos proporcionados por el extranjero viniesen a dar la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong><br />

alto. Ferrante estaba en medio <strong>de</strong>l pueblo, con gran arrojo y furibundo como <strong>de</strong> costumbre; tenía sin duda<br />

doce hombres que obraban <strong>de</strong> concierto con él, con lo cual fabricará Rassi una soberbia conspiración. Lo<br />

seguro es que, vistiendo astrosamente, distribuía el oro a manos llenas.<br />

<strong>La</strong> duquesa, maravillada <strong>de</strong> todas estas noticias, se apresuró a ir a dar las gracias a la princesa.<br />

Al entrar en la estancia, la azafata le entregó la llavecita <strong>de</strong> oro que se lleva en el cinturón, y que es<br />

la insignia <strong>de</strong> la suprema autoridad en la parte <strong>de</strong> palacio que <strong>de</strong>pen<strong>de</strong> <strong>de</strong> la princesa. Clara Paolina se<br />

apresuró a mandar salir a todo el mundo, y una vez sola con su amiga, persistió unos instantes en no<br />

explicarse sino a medias. <strong>La</strong> duquesa no entendía mucho lo que quería <strong>de</strong>cir todo aquello, y contestaba<br />

con mucha reserva. Por fin, la princesa rompió a llorar y, echándose en los brazos <strong>de</strong> la duquesa,<br />

exclamó:<br />

—Van a empezar <strong>de</strong> nuevo los tiempos <strong>de</strong> mi <strong>de</strong>sgracia: ¡mi hijo me tratará peor que su padre!<br />

—Eso ya lo impediré yo —replicó vivamente la duquesa—. Mas lo primero —continuó— necesito<br />

que Vuestra Alteza Serenísima se digne aceptar el homenaje <strong>de</strong> toda mi gratitud y <strong>de</strong> mi profundo respeto.<br />

—¿Qué quiere <strong>de</strong>cir? —inquirió la princesa, muy inquieta y temerosa <strong>de</strong> una dimisión.<br />

—Que cada vez que Vuestra Alteza Serenísima me permita volver hacia la <strong>de</strong>recha la barbilla<br />

temblona <strong>de</strong> ese monigote que está sobre la chimenea, me permita llamar las cosas por su verda<strong>de</strong>ro<br />

nombre.<br />

—¿No es más que eso, querida duquesa? —exclamó Clara Paolina, levantándose y yendo ella misma<br />

a poner el monigote en la a<strong>de</strong>cuada posición—; hable, pues, con toda libertad, señora mayordoma mayor<br />

—añadió en un tono verda<strong>de</strong>ramente encantador.<br />

—Señora —continuó la duquesa—, Vuestra Alteza ha visto perfectamente la situación; corremos,<br />

usted y yo, los mayores peligros; la sentencia contra Fabricio no ha sido revocada; por consiguiente, el<br />

día que quieran vengarse <strong>de</strong> mí y ultrajarla, volverán a encarcelarle. Nuestra posición es peor que lo<br />

fuera nunca. En cuanto a mí personalmente, me caso con el con<strong>de</strong> y vamos a vivir en Nápoles o en París.<br />

<strong>La</strong> última prueba <strong>de</strong> ingratitud <strong>de</strong> que el con<strong>de</strong> es víctima en estos momentos le ha hecho tomar una entera<br />

repugnancia a los asuntos públicos, y, salvo el interés <strong>de</strong> Vuestra Alteza Serenísima, no le aconsejaría yo<br />

permanecer en este charco a no ser que el príncipe le diera una gran fortuna. Yo pediría a Vuestra Alteza<br />

permiso para explicarle que el con<strong>de</strong>, que poseía ciento treinta mil francos al llegar al po<strong>de</strong>r, posee hoy<br />

apenas veinte mil libras <strong>de</strong> renta. En vano le incitaba yo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hace tiempo a pensar en su fortuna.<br />

Durante mi ausencia, ha buscado querella a los arrendatarios generales <strong>de</strong>l príncipe, que eran unos<br />

bribones; el con<strong>de</strong> los ha reemplazado por otros bribones que le han dado ochocientos mil francos.<br />

—¡Cómo! —exclamó atónita la princesa—. ¡Dios mío, cuánto me disgusta eso!<br />

—Señora —replicó la duquesa con mucha calma—, ¿hay que volver a la izquierda la nariz <strong>de</strong>l<br />

monigote?

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