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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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no? ¡Pues vive Dios que un hombre como yo no ha <strong>de</strong> darse por vencido ante él! A no ser por las<br />

usurpaciones <strong>de</strong> la república <strong>de</strong> Venecia, también yo sería príncipe soberano.»<br />

El día <strong>de</strong> San Stefano, los informes <strong>de</strong> los espías tomaron un tinte más grave; parecían indicar que la<br />

Fausta comenzaba a respon<strong>de</strong>r a las atenciones <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sconocido. «Puedo marcharme inmediatamente con<br />

esta mujer —se dijo M***, ¡pero cómo!: ¡en Bolonia huí <strong>de</strong> un Del Dongo, y aquí voy a huir <strong>de</strong> un<br />

príncipe! ¿Qué iba a <strong>de</strong>cir ese mancebo? ¡Podría pensar que ha conseguido intimidarme! ¡Y vive Dios<br />

que soy <strong>de</strong> tan buena cuna como él!» M*** estaba furioso, mas para colmo <strong>de</strong> males, le importaba sobre<br />

todo evitar ante Fausta, que era burlona, el ridículo <strong>de</strong> mostrarse celoso. El día <strong>de</strong> San Stefano, <strong>de</strong>spués<br />

<strong>de</strong> pasar una hora con ella, y haber sido acogido con extremos <strong>de</strong> afecto que le parecieron el colmo <strong>de</strong> la<br />

falsedad, la <strong>de</strong>jó a eso <strong>de</strong> las once vistiéndose para ir a misa a la iglesia <strong>de</strong> San Juan. El con<strong>de</strong> M***<br />

tornó a su casa, se vistió el hábito negro y raído <strong>de</strong> un joven estudiante <strong>de</strong> Teología y se encaminó<br />

presuroso a San Juan. Eligió sitio <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> uno <strong>de</strong> los sepulcros que hay en la tercera capilla <strong>de</strong>l ala<br />

<strong>de</strong>recha; <strong>de</strong>s<strong>de</strong> allí veía, por <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong>l brazo <strong>de</strong> un car<strong>de</strong>nal cuya efigie se alzaba <strong>de</strong> rodillas sobre la<br />

tumba, todo lo que pasaba; esta escultura proyectaba su sombra sobre el fondo <strong>de</strong> la capilla y le ocultaba<br />

satisfactoriamente. Al poco rato vio llegar a la Fausta más hermosa que nunca; iba ricamente ataviada, y<br />

le daban escolta veinte adoradores pertenecientes a la más alta sociedad. <strong>La</strong> sonrisa y la alegría<br />

resplan<strong>de</strong>cían en sus ojos y en sus labios. «Es evi<strong>de</strong>nte —se dijo el <strong>de</strong>sdichado celoso— que piensa<br />

hallar aquí al hombre a quien ama y al que quizá, gracias a mí, no ha podido ver <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hace mucho<br />

tiempo.» De pronto, pareció acentuarse en los ojos <strong>de</strong> Fausta la más viva alegría. «Mi rival se halla<br />

presente —se dijo M***, sintiendo más que nunca la furia <strong>de</strong> la vanidad—. ¿Qué papel es el mío aquí,<br />

haciendo la contrafigura <strong>de</strong> un principito disfrazado?» Pero por más que se esforzó, no consiguió<br />

<strong>de</strong>scubrir a aquel rival que sus ansiosas miradas buscaban por todas partes.<br />

A cada momento, la Fausta, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> pasear la mirada por todos los rincones <strong>de</strong> la iglesia, acababa<br />

por posarla, llena <strong>de</strong> amor y <strong>de</strong> felicidad, en el rincón oscuro en que se había escondido M***. En un<br />

corazón apasionado, el amor es propenso a exagerar los matices más nimios y a sacar <strong>de</strong> ellos las<br />

consecuencias más ridículas; así, el pobre M*** acabó por creer que la Fausta le había visto y que,<br />

habiendo notado, a pesar <strong>de</strong> sus esfuerzos, los celos que le atormentaban, quería reprochárselos y, al<br />

mismo tiempo, consolarle con aquellas miradas tan tiernas.<br />

<strong>La</strong> tumba <strong>de</strong>l car<strong>de</strong>nal que le protegía se elevaba cinco pies sobre el pavimento <strong>de</strong> mármol <strong>de</strong> San<br />

Juan. Terminada a la una la misa <strong>de</strong> moda, la mayor parte <strong>de</strong> los fieles salieron, y la Fausta <strong>de</strong>spidió a<br />

los petimetres <strong>de</strong> la ciudad con un pretexto <strong>de</strong> <strong>de</strong>voción; permaneció arrodillada en su silla, y sus ojos,<br />

todavía más tiernos y más brillantes, se posaban en M***; como ya sólo quedaban muy contadas personas<br />

en la iglesia, sus miradas no se tomaban el trabajo <strong>de</strong> recorrerla entera antes <strong>de</strong> posarse arrobada en la<br />

estatua <strong>de</strong>l car<strong>de</strong>nal. «¡Qué <strong>de</strong>lica<strong>de</strong>za!», se <strong>de</strong>cía el con<strong>de</strong> creyendo que le miraba a él. Por fin, Fausta<br />

se levantó y salió bruscamente, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> hacer con las manos unos gestos singulares.<br />

M***, ebrio <strong>de</strong> amor y casi por completo curado <strong>de</strong> sus insensatos celos, <strong>de</strong>jó su sitio para volar al<br />

palacio <strong>de</strong> su amante y expresarle toda su gratitud; pero <strong>de</strong> pronto, al pasar por <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> la tumba <strong>de</strong>l<br />

car<strong>de</strong>nal, vio a un joven vestido completamente <strong>de</strong> negro; aquel ser funesto había permanecido hasta<br />

entonces <strong>de</strong> rodillas pegado al epitafio <strong>de</strong> la tumba, <strong>de</strong> tal manera que las miradas <strong>de</strong>l amante celoso que<br />

le buscaban pasaban por encima <strong>de</strong> su cabeza y no podían verle.<br />

El joven se levantó, salió con paso rápido y al cabo <strong>de</strong> un momento se vio ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> siete u ocho<br />

hombres nada gentiles, <strong>de</strong> aspecto singular y que parecían pertenecerle. M*** se precipitó tras <strong>de</strong> sus

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