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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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¡Pero —añadió en seguida con el alma transida <strong>de</strong> dolor— toda la ciudad habla <strong>de</strong> su muerte<br />

próxima! ¡Mañana mismo pue<strong>de</strong> ser el día fatal! ¡Qué no es imposible con los monstruos que nos<br />

gobiernan! ¡Qué dulzura, que heroica serenidad en sus ojos que acaso van a cerrarse en seguida! ¡Dios<br />

mío, qué angustias más horribles <strong>de</strong>be <strong>de</strong> sufrir la duquesa! Dicen que está sumida en la <strong>de</strong>sesperación.<br />

No irá a apuñalar al príncipe, como la heroica Carlota Corday.»<br />

Fabricio pasó toda esta tercera jornada <strong>de</strong> su prisión loco <strong>de</strong> ira, pero únicamente por no haber<br />

podido ver a Clelia. «Puesto a encolerizarla, <strong>de</strong>bí <strong>de</strong>cirle que la amaba —exclamó, pues había llegado<br />

ya a este <strong>de</strong>scubrimiento—. No, no es por gran<strong>de</strong>za <strong>de</strong> alma por lo que no pienso en mi cautiverio y<br />

<strong>de</strong>smiento la profecía <strong>de</strong> Blanès: no me cabe tanto honor. Pienso sin querer en esa mirada <strong>de</strong> dulce<br />

piedad que Clelia posó en mí cuando los gendarmes me sacaban <strong>de</strong>l cuerpo <strong>de</strong> guardia; esa mirada ha<br />

borrado toda mi vida pasada. ¿Quién me había <strong>de</strong> <strong>de</strong>cir que iba a encontrar unos ojos tan dulces en<br />

semejante lugar y en el momento en que yo tenía los míos maculados por la fisonomía <strong>de</strong> Barbone y por<br />

la <strong>de</strong>l señor general gobernador? En medio <strong>de</strong> estos seres tan viles surgió el cielo. Y, ¿cómo hacer para<br />

no amar la belleza y procurar volver a verla? No, mi indiferencia a todas las pequeñas vejaciones con<br />

que me abruma la prisión no es gran<strong>de</strong>za <strong>de</strong> alma.»<br />

<strong>La</strong> imaginación <strong>de</strong> Fabricio, pasando rápida revista a todas las posibilida<strong>de</strong>s, llegó a la <strong>de</strong> ser puesto<br />

en libertad. «Seguramente el cariño <strong>de</strong> la duquesa hará milagros por mí. Pues bien: sólo le daré las<br />

gracias <strong>de</strong> dientes afuera; no son éstos lugares a los que se vuelve; una vez liberado, como nos movemos<br />

en socieda<strong>de</strong>s distintas, no volveré a ver casi nunca a Clelia. Y <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> todo, ¿qué tiene <strong>de</strong> malo para<br />

mí la prisión? Si Clelia se dignase no abrumarme con su enojo, ¿qué tendría yo que pedir al cielo?»<br />

<strong>La</strong> noche <strong>de</strong>l día en que no había visto a su hermosa vecina, tuvo una gran i<strong>de</strong>a: con la cruz <strong>de</strong> hierro<br />

<strong>de</strong>l rosario que se distribuye a todos los presos al entrar en la cárcel, comenzó, y con éxito, a perforar la<br />

mampara. «Es acaso una impru<strong>de</strong>ncia —se dijo antes <strong>de</strong> comenzar—; los carpinteros dijeron <strong>de</strong>lante <strong>de</strong><br />

mí que mañana los reemplazarán los pintores.<br />

¿Qué dirán éstos si encuentran perforada la mampara? Pero si no cometo esta impru<strong>de</strong>ncia, mañana no<br />

podré verla. ¿E iba a pasar un día sin verla por mi culpa, y encima habiéndose alejado enfadada?» <strong>La</strong><br />

impru<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> Fabricio tuvo su recompensa; al cabo <strong>de</strong> quince horas <strong>de</strong> trabajo, vio a Clelia, y, para<br />

mayor felicidad, como no creía que él la estaba viendo, permaneció mucho tiempo inmóvil con la mirada<br />

fija en aquella enorme mampara. Fabricio tuvo tiempo <strong>de</strong> leer en sus ojos las señales <strong>de</strong> una piedad muy<br />

tierna. Hasta <strong>de</strong>scuidó visiblemente las atenciones <strong>de</strong>bidas a sus pájaros, por permanecer minutos enteros<br />

contemplando estática la ventana. Su alma se hallaba profundamente conmovida; pensaba en la duquesa,<br />

cuyo extremo dolor le había inspirado tanta compasión, y, no obstante, comenzaba a odiarla. No<br />

comprendía nada <strong>de</strong> la profunda melancolía que se estaba apo<strong>de</strong>rando <strong>de</strong> su ánimo; estaba irritada contra<br />

sí misma. Dos o tres veces durante el curso <strong>de</strong> aquella visita, Fabricio tuvo la impaciencia <strong>de</strong> procurar<br />

sacudir la mampara; no se sentiría dichoso mientras no pudiera <strong>de</strong>mostrar a Clelia que la estaba viendo.<br />

«Por otra parte —se <strong>de</strong>cía—, si supiera que la veo con tanta facilidad, con lo tímida y reservada que es,<br />

seguramente se hurtaría a mis miradas.»<br />

Mucho más dichoso aún fue al día siguiente (¡<strong>de</strong> qué minucias no hace el amor su dicha!): mientras<br />

Clelia miraba tristemente la enorme mampara, consiguió Fabricio pasar un <strong>de</strong>lgado alambre por el<br />

agujero abierto mediante la cruz <strong>de</strong> hierro, y le hizo señas que ella entendió sin duda, al menos en el<br />

sentido que querían expresar: estoy aquí y la veo.

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