La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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<strong>de</strong>cir toda la verdad sobre lo que pasaba en su corazón. ¡Pero, por otra parte, qué encanto oírle la<br />
confesión <strong>de</strong> sus verda<strong>de</strong>ros sentimientos!, ¡qué dicha para Clelia po<strong>de</strong>r disipar las sospechas horribles<br />
que le emponzoñaban la vida!<br />
Fabricio era frívolo; en Nápoles tenía fama <strong>de</strong> cambiar <strong>de</strong> amante con bastante facilidad. A pesar <strong>de</strong><br />
toda la reserva impuesta al papel <strong>de</strong> una doncella, Clelia, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que era canonesa y se presentaba en la<br />
corte, sin preguntar nunca, pero escuchando con atención, había aprendido a conocer la fama <strong>de</strong> los<br />
jóvenes que sucesivamente solicitaron su mano. Pues bien, Fabricio, comparado con todos aquellos<br />
galanes, era el más frívolo en sus relaciones amorosas. Estaba preso, se aburría y hacía la corte a la<br />
única mujer con quien podía hablar: ¿qué más natural? ¿Hay algo incluso más vulgar? Esto era lo que la<br />
<strong>de</strong>solaba. Aunque, por una revelación completa, hubiera sabido que Fabricio no amaba a la duquesa,<br />
¿qué confianza podía tener en sus palabras? Aunque hubiera creído en la sinceridad <strong>de</strong> estas palabras,<br />
¿qué confianza habría podido tener en la constancia <strong>de</strong> sus sentimientos? En fin, para acabar <strong>de</strong> llevar su<br />
alma a la <strong>de</strong>sesperación, ¿no estaba ya Fabricio muy a<strong>de</strong>lantado en la carrera eclesiástica? ¿No estaba en<br />
vísperas <strong>de</strong> comprometerse con votos eternos?<br />
¿No le esperaban en este género <strong>de</strong> vida las más altas dignida<strong>de</strong>s? «Si me quedara siquiera una<br />
chispa <strong>de</strong> buen juicio —se <strong>de</strong>cía la infortunada Clelia—, ¿no <strong>de</strong>bería huir?, ¿no <strong>de</strong>bería suplicar a mi<br />
Padre que me encerrara en cualquier convento muy lejano? ¡Y para colmo <strong>de</strong> miseria, es precisamente el<br />
temor <strong>de</strong> verme alejada <strong>de</strong> la ciuda<strong>de</strong>la y encerrada en un convento lo que rige toda mi conducta! Es este<br />
temor el que me fuerza a disimular, el que me obliga a esa horrenda y <strong>de</strong>shonrosa mentira <strong>de</strong> fingir que<br />
acepto el interés y las atenciones públicas <strong>de</strong>l marqués Crescenzi.»<br />
El carácter <strong>de</strong> Clelia era profundamente razonable. No había tenido en toda su vida que reprocharse<br />
ni un solo paso impremeditado, y su conducta en esta circunstancia resultaba el colmo <strong>de</strong> lo irrazonable:<br />
¡imagínese cuál sería su sufrimiento!… Era un efecto tanto más cruel cuanto que no se hacía ninguna<br />
ilusión. Entregaba su corazón a un hombre perdidamente amado por la mujer más bella <strong>de</strong> la corte, por<br />
una mujer tan superior a ella en tantos aspectos. Y a<strong>de</strong>más, este hombre, aunque hubiera sido libre, no era<br />
capaz <strong>de</strong> un amor serio, mientras que ella, bien lo notaba, no tendría más que un solo amor en su vida.<br />
En consecuencia, los más atroces remordimientos le punzaban el corazón al salir cada día a la<br />
pajarera. Llevada a aquel lugar a pesar suyo, su inquietud cambiaba <strong>de</strong> motivo y era cada vez menos<br />
dolorosa; los remordimientos se esfumaban por algunos momentos. Con el corazón saltándole en el<br />
pecho, espiaba los momentos en que Fabricio podía abrir la especie <strong>de</strong> ventanilla practicada por él en la<br />
enorme mampara que cubría su ventana; muchas veces la presencia <strong>de</strong> Grillo en su celda le impedía<br />
hablar por señas con su amiga.<br />
Una noche, a eso <strong>de</strong> las once, Fabricio oyó en la ciuda<strong>de</strong>la unos ruidos insólitos; <strong>de</strong> noche,<br />
inclinándose a la ventana y sacando la cabeza por el ventanillo, podía distinguir los ruidos un poco<br />
fuertes que se producían en la escalera gran<strong>de</strong>, la llamada <strong>de</strong> los trescientos escalones, que conducía<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> el primer patio <strong>de</strong>l interior <strong>de</strong> la torre cilíndrica a la explanada <strong>de</strong> piedra sobre la que se alzaba el<br />
palacio <strong>de</strong>l gobernador y la prisión Farnesio don<strong>de</strong> se encontraba Fabricio.<br />
Hacia la mitad, a ciento ochenta peldaños <strong>de</strong> elevación, aquella escalera pasaba <strong>de</strong>l extremo<br />
meridional <strong>de</strong> un gran patio al lado norte, por un puente <strong>de</strong> hierro muy ligero y muy estrecho en el que<br />
hacía guardia un centinela. Este hombre era relevado cada seis horas, y tenía que levantarse y apartar el<br />
cuerpo para que se pudiera pasar por el puente que él guardaba y que era el único acceso al palacio <strong>de</strong>l<br />
gobernador y a la torre Farnesio. Bastaba dar dos vueltas a un resorte, cuya llave llevaba el gobernador