La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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loca <strong>de</strong> mayordoma mayor no hace sino introducir mujeres <strong>de</strong> esa clase! ¡Y se habla <strong>de</strong> retardar los<br />
progresos <strong>de</strong>l jacobinismo! Piense que su esposo ocupa la primera plaza masculina en la corte <strong>de</strong> la<br />
princesa, y aunque los republicanos consiguieran suprimir la corte y hasta la nobleza, su esposo seguiría<br />
siendo el hombre más rico <strong>de</strong> este Estado. Es una i<strong>de</strong>a que nunca fija bastante en su cabeza.<br />
El sillón en que el marqués tuvo la satisfacción <strong>de</strong> instalar a su esposa distaba sólo seis pasos <strong>de</strong> la<br />
mesa <strong>de</strong> juego <strong>de</strong>l príncipe; Clelia no veía a Fabricio sino <strong>de</strong> perfil, pero le encontró tan enflaquecido y,<br />
sobre todo, tan más allá <strong>de</strong> todas las cosas <strong>de</strong> este mundo —él, que en otro tiempo no <strong>de</strong>jaba pasar el<br />
menor inci<strong>de</strong>nte sin su comentario—, que acabó por llegar a esta horrible conclusión: Fabricio estaba<br />
cambiado por completo; la había olvidado; su extraordinario enflaquecimiento era <strong>de</strong>bido a los severos<br />
ayunos a que le sometía su <strong>de</strong>voción. <strong>La</strong> conversación <strong>de</strong> todas sus vecinas confirmó esta i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> Clelia:<br />
el nombre <strong>de</strong>l coadjutor estaba en todas las bocas; se buscaba la causa <strong>de</strong>l insigne favor <strong>de</strong> que era<br />
objeto: ¡él, tan joven, ser admitido en la partida <strong>de</strong> juego <strong>de</strong>l príncipe! Todos admiraban la indiferencia<br />
cortés y el gesto altivo con que daba las cartas, y hasta cuando cortaba la baraja a su Alteza.<br />
—¡Pero esto es increíble! —exclamaban los viejos cortesanos—, la privanza <strong>de</strong> su tía le ha<br />
trastornado completamente la cabeza… Pero a Dios gracias eso no durará: a nuestro soberano no le gusta<br />
que nadie tome esos airecitos <strong>de</strong> superioridad.<br />
<strong>La</strong> duquesa se acercó al príncipe; los cortesanos, que se mantenían a una respetuosa distancia <strong>de</strong> la<br />
mesa <strong>de</strong> juego y que sólo podían oír algunas palabras sueltas <strong>de</strong> la conversación <strong>de</strong>l príncipe, observaron<br />
que Fabricio enrojecía vivamente. «Su tía <strong>de</strong>be <strong>de</strong> haberle amonestado —se dijeron los cortesanos— por<br />
su orgullosa actitud <strong>de</strong> indiferencia.» Fabricio acababa <strong>de</strong> oír la voz <strong>de</strong> Clelia contestando a la princesa,<br />
que, al dar la vuelta acostumbrada por el baile, había dirigido la palabra a la esposa <strong>de</strong> su caballero <strong>de</strong><br />
honor. Llegó el momento en que Fabricio tuvo que cambiar <strong>de</strong> sitio en el whist; entonces se encontró<br />
justamente enfrente <strong>de</strong> Clelia, y se entregó varias veces a la dicha <strong>de</strong> contemplarla. <strong>La</strong> pobre marquesa,<br />
sintiendo su mirada, perdía por completo el dominio <strong>de</strong> sí misma. Olvidó varias veces lo que <strong>de</strong>bía a su<br />
voto, y en su <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> adivinar lo que pasaba en el corazón <strong>de</strong> Fabricio, no pudo menos <strong>de</strong> mirarle.<br />
Terminado el juego <strong>de</strong>l príncipe, las damas se levantaron para pasar al comedor. Se produjo un poco<br />
<strong>de</strong> <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>n. Fabricio se encontró <strong>de</strong> pronto muy cerca <strong>de</strong> Clelia; estaba todavía muy resuelto, pero<br />
reconoció un perfume muy tenue que ella ponía en sus ropas; esta sensación <strong>de</strong>struyó en un instante todos<br />
sus propósitos. Se acercó a ella y pronunció a media voz, como hablándose a sí mismo, dos versos <strong>de</strong><br />
aquel soneto <strong>de</strong> Petrarca que en otro tiempo le enviara <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el lago Mayor grabado en un pañuelo <strong>de</strong><br />
seda:<br />
—¡Cuán inefable era mi ventura mientras el vulgo me creía infortunado, y, ahora, cuán distinta mi<br />
suerte!<br />
«No, no me ha olvidado —se dijo Clelia, embelesada <strong>de</strong> alegría—. ¡Esta alma hermosa no es<br />
inconstante!»<br />
No, no me veréis jamás cambiar,<br />
hermosos ojos en que aprendí el amor.<br />
Clelia se permitió repetirse a sí misma estos dos versos <strong>de</strong> Petrarca.<br />
<strong>La</strong> princesa se retiró al terminar la cena. El príncipe la acompañó hasta sus habitaciones y no volvió